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Desde el ecuador

Uno, que es de natural más bien metódico y cartesiano, desearía que las campañas electorales fuesen de veras aquello que dicen ser. ¿Municipales? Pues municipales, presididas por las cuestiones de ámbito local, y realizadas en cada ciudad o pueblo por los aspirantes a la alcaldía. ¿Autonómicas en buena parte de España? Pues autonómicas, con los presidenciables respectivos en el centro del escenario y el futuro de cada comunidad en el centro del debate. Naturalmente, tal delimitación de ámbitos y de temas no nos iba a eximir de la banalidad, la demagogia y las ocurrencias inherentes a toda campaña, pero minimizaría los daños. Por ejemplo, que a estas alturas Xavier Trias se declare "socialdemócrata", o que Joan Clos trate de infantilizar a los electores con esa autocomplacencia asfixiante del "seremos la capital del mundo", "somos la mejor ciudad del mundo" resulta menos grave al proyectarse sobre unos límites físicos y competenciales estrechos, como son los de Barcelona. Lo mismo cabe decir de la grotesca tómbola organizada por casi todos los aspirantes a la alcaldía de la capital catalana: Fernández Díaz dará 150 euros por el nacimiento de cada hijo, Portabella 150 para ancianos dependientes, Trias 100 a los jóvenes para gastos culturales... ¡Siempre toca, si no un pito, una pelota!

Pero no hay manera de ceñir la campaña a su marco natural. Por un lado, aquí todo el mundo se atreve con todo, y salta por encima de los límites del cargo siempre que ello le pueda reportar algún voto. Así, Francisco Vázquez, el españolísimo primer edil de A Coruña, exige que el Gobierno central disuelva el Parlamento vasco y suspenda el Estatuto de Euskadi, asuntos ambos que caen bastante lejos de la plaza de María Pita. Y José Bono, a quien Castilla-La Mancha se le hace al parecer estrecha, declara que "el PSOE no gobernará España con CiU a cambio de trocear la riqueza nacional", un futurible sobre otro futurible que no creo vaya a dirimirse en Toledo. Y, como estamos en campaña, nadie les llama al orden.

Lo peor, sin embargo, no es eso. Lo peor es que, más que en ninguna ocasión anterior, los comicios del próximo día 25 han quedado reducidos al rango de simples primarias: en Cataluña, anticipo y ensayo de las elecciones de otoño a la Generalitat; en España, de las generales del año próximo. Y, claro, esto falsea y subvierte el debate -que, a este lado del Ebro, ya ha derrapado hacia la estomagante polémica sobre quiénes son "los auténticos defensores de Cataluña"-, atribuyendo además todo el protagonismo a los estados mayores y a los grandes líderes nacionales y estatales. El resultado, a mi juicio, está siendo devastador; sobre todo, para el sentido común.

¿Qué me dicen, verbigracia, de ese hallazgo mercadotécnico del PSOE, según el cual "los ciudadanos van a apostar por la izquierda, porque saben que se adelanta por la izquierda y los camiones pesados circulan por la derecha"? ¿Habrán confundido en Ferraz el manual de campaña con el código de la circulación? Llamazares, por su parte, sigue en pleno trance evangélico a pesar de lo decepcionante que le resultó la visita del Papa a Madrid; y, después de asegurar que Jesucristo, si viviese hoy en España, sería un joven okupa provisto de un contrato basura, tacha a Aznar de "Judas"... El aludido, empero, sigue a su bola. Y la bola del presidente del Gobierno, aquella con la que quiere remontar el bache y salir en triunfo de la Moncloa, es la misma que ha vertebrado sus dos mandatos. Si otros van "en pelota", él se cubre con la bandera española y se bunkeriza en una Constitución intangible que sólo quieren reformar los "radicales, extremistas o frívolos", la nefanda coalición de "comunistas, socialistas, nacionalistas y separatistas" (se le olvidó añadir "...y demás ralea").

Pero, en lo que llevamos de campaña oficiosa y oficial, el que está que se sale es Pasqual Maragall. Primero anduvo negando una eventual coalición con Convergència para gobernar la Generalitat, la descartó "totalmente" e incluso "juró" que no la habría; la semana pasada, sin embargo, insinuó elípticamente que tal vez, y al fin recetó a CiU dos años de "dieta de poder", ayuno que terminaría pues en 2005... En otro orden de cosas, el líder del PSC ha prometido "ir a la escuela un día a la semana" si es elegido presidente (¿no estábamos a punto de votar concejales?, ¿y no tendría, en esa hipótesis victoriosa, nada más útil que hacer?); luego advierte de que la Generalitat no dispondrá de dinero para pagar a sus funcionarios la nómina de noviembre, y por último se mete en el jardín de la "pureza de sangre y de estirpe". Una tesis, ésta, cuyo pecado no estriba en romper ningún tabú, sino en divorciarse por completo de la realidad, como tantas otras con las que los socialistas han tratado sin éxito de descabalgar a Pujol durante dos décadas.

En fin, esto es lo que viene dando de sí la campaña, cuando todavía le quedan siete largos días. Y cuando -¡cielo santo!- sorprendo en un semanario madrileño este terrorífico titular: "Los candidatos del PP harán una propuesta diaria". ¿Todos? ¿Y cada uno la hará distinta? Ya al borde del exilio temporal, hallo al fin un aspirante a cargo con una idea balsámica, redentora, genial; es Jordi Portabella, cabeza de lista de Esquerra Republicana, que propugna establecer en Barcelona "una política específica para gestionar el silencio", y dotar a la ciudad de "pequeños oasis de silencio". Es tan buena, que me pregunto si no podríamos ponerla ya en práctica y decretar un "oasis de silencio" experimental sobre Barcelona, sobre Cataluña entera, por lo menos hasta la medianoche del próximo viernes.

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Joan B. Culla i Clarà es historiador.

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