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La ciudad de los prodigios

A finales de los años cincuenta, en un contexto de desarrollo de la ciencia política norteamericana se publicó un libro decisivo. Se titulaba Teoría económica de la democracia y era su autor Anthony Downs. Con el fin de averiguar el funcionamiento del sistema político, aplicaba un modelo de análisis verdaderamente insólito, jamás ideado para el estudio de los comicios. Se trataba, por parte de Downs, de concebir la acción del elector en términos efectivamente económicos, como si de un consumidor se tratara y como si el espacio electoral tuviera una analogía obvia con el del mercado: así, los partidos políticos ofrecerían distintas mercancías, las promesas contenidas en su programas, y los ciudadanos se inclinarían por uno u otro producto en función de su información y en virtud de sus preferencias. La conclusión a la que Downs llegaba era verdaderamente paradójica: si los electores nos comportáramos realizando un cálculo de los costes y los beneficios que se derivan del acto de votar, si aplicáramos una estricta racionalidad económica, nos abstendríamos en masa, dada la escasísima capacidad que tiene la papeleta de cada uno. Mi sufragio sólo tiene una influencia infinitesimal y, por tanto, si lo pensara bien no debería hacer el esfuerzo de acudir al colegio electoral para ejercer la ciudadanía. Si a pesar de los costes voto, si a despecho del esfuerzo que significa comparecer ante la urna, deposito mi lista, es porque obro irracionalmente, cuando lo lógico es que me condujera como un gorrón, esperando así que las papeletas de los demás suplieran mi falta.

Algunos de los críticos más refinados de esta tesis, algunos de los más distinguidos opositores de Downs, son Amartya Sen y Albert O. Hirschman. Para este último, por ejemplo, hay cierto tipo de actos que, a pesar de suponernos costes y un dispendio antieconómico, los emprendemos porque la procura de la satisfacción es inseparable de su logro. Es decir, somos algo más que el "tonto racional" que se encarna en la figura del votante-consumidor. La acción pública, añade Hirschman refiriéndose a las elecciones, pertenece en este sentido "a un grupo de actividades humanas que incluye la búsqueda de la comunidad, de la belleza, el conocimiento y la salvación. Todas estas actividades llevan consigo su propia recompensa", esto es, el esfuerzo -que debiéramos anotar en el lado del coste- se convierte en una parte del beneficio. Por eso, a veces se ha hablado algo pomposa pero atinadamente, de la fiesta de la democracia, en un sentido que ya expresara John Stuart Mill, porque en una fiesta los prolegómenos en los que participamos, lo que la antecede, la organización misma, suponen unas obligaciones en las que no reparamos, unas obligaciones que a la postre son satisfacciones. Cuando tal cosa sucede, cuando hacemos el esfuerzo de contribuir, no somos simplemente tontos, sino sofisticados hedonistas que saben demorar el resultado perseguido justamente porque el disfrute comenzó con los preparativos. El placer no depende de la comodidad, sino de la percepción y del escrutinio de la compensación. Pero dejemos a Albert Hirschman.

Había algo más en la tesis de Anthony Downs, algo que hacía referencia al papel de la información política de que hacemos acopio los votantes. La realidad ordinaria de sistema electoral prueba aquí y allá que los electores solemos ser perezosos, que tomamos dichas decisiones con escasísimos datos, que no solemos hacer el esfuerzo de averiguar qué dicen exactamente los programas y que evitamos el escrutinio minucioso de esos manifiestos. ¿Por qué razón? Porque el incentivo para informarse bien -añadía Downs- es prácticamente inexistente. Para empezar, insiste nuestro autor, los partidos suelen incumplir numerosos detalles de sus programas, por lo que averiguar cuáles sean esas promesas es tarea inane. Por otro lado, sabedores los votantes de lo poco que valen su examen y el acarreo de noticias electorales, no es lógico hacer dicho esfuerzo. "En consecuencia", concluía Downs, "es racional, desde el punto de vista de cada individuo, el minimizar su inversión en información política, a pesar de que la mayoría de los ciudadanos podrían beneficiarse sustancialmente si todo el electorado estuviese bien informado".

Como en el cálculo de costes y beneficios, también Downs ignora la recompensa que trae consultar los programas, no porque necesariamente vayan a cumplirse, sino porque su lectura nos puede reportar momentos de extraña dicha, instantes de rara felicidad. Leer siempre es un esfuerzo, pero en ese acto está su mismo beneficio y, como en otras acciones, placer no es sinónimo de comodidad. Pues bien, ya que hablamos de dicha, de felicidad, de placer y de comodidad, les propongo que repasen cuando puedan la letra menuda del programa cultural del partido popular para las próximas elecciones. Se habla de la Ciudad de la Luz, de la Ciudad de las Artes Escénicas, de la Ciudad de las Artes y de las Ciencias, del Parque de los Pueblos, del Pueblo de los Libros, de la Universidad del Espectáculo. Resulta algo fatigoso, admitámoslo, tanto proyecto con que nos aturden, audacias de la fantasía pública, planes inauditos, obras de admirable concepción asiática, toda una quincallería del utopismo provincial o del despotismo oriental, no sé. Reparen en las mayúsculas: hay que padecer mal de altura para rotularlo todo con esas letras de vértigo o hay que creerse un político altaricón para auparse hasta la cima de esas mayúsculas. Pero de todo lo prometido, nada hay más extravagante que esa Ciudad de la Euforia que han ideado. ¿Se imaginan? ¿Euforia? En principio parece el nombre de una macrodiscoteca after hours o, más aún, una burla. Pero no, es todo lo contrario: es un Proyecto Mayúsculo, claro, que según dicen se ubicará en Castellón. Tratamientos termales, relajación, armonía interior y desarrollo de las facultades artísticas y culturales del individuo serán los resultados de esa utopía que nos proponen. Tal vez pudiera pensarse que empleo esa voz peyorativamente o con ánimo de chanza, pero no: es la descripción misma que sus promotores le dan. "La creación de esta ciudad de la esperanza", aclaran, "se caracterizará por desprender la energía necesaria para crear. Será la ciudad de las artes, del futuro, la ciudad que hace real la utopía". Si es una utopía colectiva, da miedo, porque suena a un inhóspito centro de reeducación; si, por el contrario, es una utopía más modesta, verdaderamente provincial, no resulta menos inquietante porque parece un balneario ideado por Thomas Mann para el reposo mórbido de valencianos convalecientes y melancólicos. Regreso ahora a Anthony Downs y no sé si desdecirme. Me pregunto si no deberíamos ser, en efecto, "tontos racionales" prescindiendo de la lectura de este programa electoral, si no deberíamos ahorrarnos lógicamente los costes y el esfuerzo de dicha operación. Me pregunto, en fin, por qué algunos ideólogos audaces e imaginativos nos toman por tontos sin comillas.

Justo Serna es profesor de Historia Contemporánea de la Universidad de Valencia

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