Berlineses
En la gira europea que la Filarmónica de Berlín está realizando (Lisboa, Madrid, Barcelona, Valencia, Dijon, Basel y Brüssel), se manejan dos programas. En uno de ellos aparece la segunda sinfonía de Beethoven junto a la novena de Dvorák. El otro lleva la tercera de Mendelssohn y la quinta de Shostakóvich, siendo éste el que correspondió a Valencia. Y fue con Shostakóvich donde el público quedó apabullado y conmovido ante una versión de auténtica referencia.
Antes, Mendelssohn, con su Escocesa, había sido un encantador aperitivo para degustar el vuelo de la cuerda, la delicadeza y contención de los vientos y el empaste perfecto del cuarteto de trompas. El aleteo del segundo movimiento -tan cercano a El sueño de una noche de verano-, la tormenta que protagonizan contrabajos y violonchelos en el primero, y el pizzicato imperceptible de los segundos violines en el Adagio, fueron, entre otras muchas cosas, pruebas indiscutibles de calidad interpretativa. Pero, con todo, aún flotaba en el aire el interrogante que últimamente planea sobre la mítica formación berlinesa: ¿el sonido de la Filarmónica actual ya no es el de antes? o, dicho de otro modo, ¿el "preciosismo sonoro" de la época de Karajan ha disminuido con la renovación de la plantilla?
Filarmónica de Berlín
Director: Mariss Jansons. Obras de Mendelssohn y Shostakóvich. Palau de la Música. Valencia, 10 de mayo de 2003
Mariss Jansons nos enfrentó con lo más esencial de unos pentagramas tremendos
La quinta sinfonía de Shostakóvich borró de un plumazo las cuestiones referidas al sexo de los ángeles. Porque se produjo una especie de descenso a los infiernos que quitó relevancia a la mayor o menor cantidad de seda y terciopelo. Mariss Jansons nos enfrentó con lo más esencial de unos pentagramas tremendos, consiguiendo de la orquesta unos niveles de tensión y desasosiego que no bajaron ni siquiera en el Largo, tan lírico en apariencia. Cabía esperar que así sucediera: Jansons se educó en San Petersburgo, y trabajó luego como asistente de Mravinsky, el intérprete más grande -hasta la fecha- de la música rusa. Fue precisamente este director quien dirigió el estreno, en 1937, de esa misma sinfonía. Jansons coge el relevo cuando la aborda y obtiene la respuesta que los berlineses han dado siempre a los directores con ideas claras y capacidad para defenderlas. Los violines sonaban premeditadamente hirientes. La cuerda grave hacía ostinatos tan angustiosos como contenidos. La percusión, obsesiva, arrastraba con su impulso a la orquesta entera. Arpas, flautas y celesta daban, de vez en cuando, gélidas pinceladas para que nadie se hiciera ilusiones sobre los encantos de este mundo. El clarinete piccolo fue todo lo demoníaco que pudo al iniciar el segundo movimiento. En el tercero, los contrabajos aportaron un latido interno difícil de describir, y el cuarto sonó tan rápido y desbocado -voluntariamente desbocado- que apenas podía parecer triunfal.
Fue bastante más que un gran abanico de colores. No podía reducirse a una desbordante exhibición de virtuosismo orquestal, aunque lo hubiera. Se trataba de un músico que sabía leer a Shostakóvich y que transmitía su visión a los componentes de la orquesta. Y ellos le entendieron.
El público también. Los rabiosos aplausos obtuvieron, como regalo, el Vals triste, de Sibelius. En ese momento, más todavía, si cabe, que en el ácido Shostakóvich, se volvió a escuchar el viejo y suntuoso sonido de la Filarmónica de Berlín.
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