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COPAS Y BASTOS
Columna
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En cartel

Una de las películas que intenta captar el alma de la Barcelona actual es Una casa de locos, de Cédric Klapisch. Cuenta la historia de un parisiense que, gracias al programa universitario Erasmus, vive un año en la ciudad compartiendo piso con otros jóvenes. El protagonista dice: "Encontrar piso en Barcelona es toda una aventura", pero, pese a este pequeño (?) detalle, acaba rindiéndose a sus encantos. A saber: la plaza Reial, el parque Güell, la playa y las paradas habituales en plazas donde se canta o vomita indistintamente, para alegría del vecindario (en cuyos balcones cuelgan sábanas blancas por un lado para tiempos pacíficos y el lema prou soroll en el otro para épocas guerreras). Se trata de esa Barcelona del futuro que con tanta ambición aspiran a gobernar el defensor del título, Joan Clos, y el aspirante, Xavier Trias. El jueves, acapararon parte de la atención mediática con el inicio de una serie de actos extraños tales como besar a mujeres y niños (¿por qué discriminan a los hombres?), visitar mercados sin comprar nada y procurar hablar más de conceptos abstractos que de, pongamos, la reubicación de la cárcel Modelo.

El nómada de La casa de los líos es más benévolo que los sedentarios autóctonos. A principios del siglo XX, otro estudiante, Josep Pla, recorrió la ciudad y recogió sus ideas en el texto Barcelona: una discussió entranyable: "El ciutadà de Barcelona ha arribat a la conclusió que des que es lleva i agafa el primer tramvia fins que se'n va a dormir no és més que una màquina per a fer guanyar diners -sense contrapartida apreciable. Aquesta concepció ha batut, a Barcelona, tots els rècords mundials. Els serveis són mediocríssims; els monopolis, les grans companyies de serveis públics, tenen un pes decisiu". Aunque no le falta razón, Pla ya no podría decir lo mismo: las contrapartidas existen, pese a que ciertos defectos permanecen. De hecho, si en algún sitio se han notado los efectos de la democracia, ha sido en los municipios. En Barcelona, la transformación ha sido tan brutal que muchos ni siquiera la reconocen (antes podías cruzarte por la calle con los hermanos Creix, torturadores; ahora con Manu Chao o Chenoa). Esa es el arma de Clos: la confianza en lo que, junto a otras fuerzas, ha hecho el consistorio, acicalando las cuatro paredes de la ciudad (mar, montaña, ríos). Le ha valido elogios y enfados de quienes alimentan una lista privada de agravios (túnel de Mitre, vivienda, inseguridad, falta de equipamientos). Cada vecino tiene su lista, y, según sea militante de una asociación de vecinos, okupa o trilero, pues despotrica más o menos.

En la fotografía electoral, el alcalde transmite una ilusión reflexiva ante los retos futuros. ¿Acaso intuye que el electorado avalaría la frase de John R. Paul: "La democracia se construye y se mantiene mediante la participación individual, pero la sociedad está estructurada para desalentarla"? La sonrisa legendaria de Clos (similar a la del muñeco El juguetero de una historieta de Superman), sí apareció en el acto de las Drassanes bajo una lluvia de confeti que, supongo, alguien tuvo que barrer, y donde el candidato mostró su lado más exaltado. Ese entusiasmo le vendrá bien a unos comicios que tendrán que competir con las elecciones del Barça (el Barça también aspiraba a ser el mejor club del mundo y ya ven cómo ha acabado). Pero volvamos a la foto. Uno de los barceloneses más lúcidos que conozco, Ramon S., me comentaba hace unos días al ver un retrato de Clos en el lomo de un autobús: "Lo han maquillado tanto que parece un personaje de portada de la revista Zero anunciando su salida del armario". La del cartel electoral transpira un intimismo informal, más de protagonista de un remake húngaro de Un hombre y una mujer, con el protagonista, maduro y atractivo, esperando la llegada de un tren (los candidatos han optado por una imagen íntima, informal, y ninguno se ha atrevido a retratarse rascándose los sobacos, tumbado en el sofá con una lata de cerveza sobre la tripa, en plan Bukowski). Y es que la imagen lo es todo. De hecho, parte del éxito de la ciudad se basa en una explotación propagandística de su lado bueno. ¿Significa eso que hay que tragar con todo? Ni hablar. Las elecciones son para quejarse. Muchos electores creen que su deber es vender (es un decir) caro su voto, mientras que otros tienen la suerte de no albergar dudas. Llevan más de 25 años votando a los mismos y les pasa un poco como a Joseph Joubert, que cuando alguien intentaba desprestigiar a sus amigos, decía: "Cuando mis amigos son tuertos, los miro de perfil". Votar con reparos, pues, también podría ser una práctica normal el día 25. Pero teniendo en cuenta que en otros países la gente vota con una pinza en la nariz, nos queda el consuelo de no haber caído tan bajo. Todavía.

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