Mazurca
TRAS PADECER una larga enfermedad, el ya anciano Reb Shmaryah Gad, rabí de Marshinov, santo varón reverenciado por la comunidad de judíos asideos de la Polonia del último tercio del siglo XIX, notó que su mente vacilaba y entró en un visionario trance agónico, cuya última imagen, antes de expirar, fue la de la llegada del Mesías y la súbita revelación de que todas las almas son un alma. No mucho antes y a poca distancia de allí, en la pequeña localidad campesina de Jampol, con motivo de la fiesta de la celebración de los esponsales de dos jóvenes, con cuya familia, la de Calman Jacoby, había emparentado la del moribundo rabí, una hermosa y gentil aristócrata polaca, Helena, hija del arruinado conde Jampolski, contrariando usos y costumbres, se atrevió a pedir a los músicos que amenizaban la velada la interpretación de una mazurca, y, arrojando una moneda sobre el tambor, tal y como se solía hacer en estos casos, se inclinó, como si fuera un galán, ante Miriam Lieba, una joven judía de su misma edad y de parecida belleza, para compartir con ella el baile.
Quizá haya que morir en el pellejo de un santo rabí para llevarse a la otra vida la postrera visión de todas las almas reunidas en una mística unidad, pero antes ha de afrontarse el baile mundano de agitadas pasiones, que, al ritmo embriagador y enervante de un tambor, lo pone todo patas arriba, instituciones, costumbres, creencias, incluso vidas. Nacido en Polonia al poco de comenzar el siglo XX e hijo él mismo de un rabí, nadie como el escritor Isaac Bashevis Singer (1904-1991), que emigró a Estados Unidos en 1935, para entender lo frágil, movedizo y ajeno que puede llegar a ser el suelo que pisamos, el tema de casi toda su producción literaria. También lo es de La casa de Jampol (Debate), una absorbente novela que refleja los vertiginosos cambios padecidos en Polonia tras la fracasada insurrección nacionalista de 1863, y de cuya trama he arrancado las dos fugaces estampas antes descritas, un simple par de hojas sueltas de un frondoso árbol narrativo del que uno no querría apartarse nunca, porque, baile y visiones, siente que pertenece a él.
Al final de su agitada y muy fecunda vida, la filósofa Hanna Arendt, judía de origen germánico a la que el vendaval de la historia también trasplantó a América, se planteó el dilema moral de ser bueno en vez de hacer el bien, quizá porque se sintió horrorizada ante lo que el ser humano es capaz de hacer cuando está poseído por esa buena conciencia que le exonera, no de pensar, sino de ser, de buscar un sentido a cuanto acontece, incluyendo en ello hasta la más insignificante brizna existencial, una tarea para la que ella creía especialmente capacitados a los artistas y a los escritores, a todos aquellos que, en suma, afrontasen la realidad con imaginación poética.
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