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Lo que queda del consenso

Joaquín Almunia

Justo cuando toca organizar los festejos para celebrar el veinticinco aniversario de la Constitución crece la preocupación, pues las virtudes que convirtieron en modélica la transición se van convirtiendo en bienes escasos. La vida pública española se desarrolla con demasiada frecuencia en un clima bronco y el diálogo entre las fuerzas políticas se ha hecho más difícil. Es verdad que la manera en que se logró consolidar nuestra democracia sigue siendo un referente en el exterior: el consenso constitucional, los Pactos de la Moncloa, el Estado de las autonomías o la concertación social entre sindicatos y empresarios son objeto de estudio minucioso en América Latina y en muchos de los países que van a incorporarse a la Unión Europea, que tratan de deducir de ellos enseñanzas aplicables a sus propios procesos de transición. Pero cada vez somos más los españoles que estamos insatisfechos al ver cómo funciona nuestra democracia consolidada.

Visto en perspectiva, el consenso forjado en los comienzos de la transición ha sido un gran activo para España desde todos los puntos de vista imaginables. Lo que al comienzo pudo sentirse como un corsé construido sobre la base de renuncias mutuas que había que soportar a la vista de la fragilidad de las nuevas instituciones y de la necesidad de conjurar los riesgos de involución, se reveló pronto un magnífico cauce para definir y poner en valor los principios y valores comunes, por encima de diferencias ideológicas y batallas partidarias. Basados en ese sustrato de creencias y objetivos compartidos, hemos disfrutado de una estabilidad política sin precedentes, la sociedad se ha movilizado en pos de objetivos ambiciosos a medida que avanzaba el desarrollo constitucional y la imagen de España en el exterior ha llegado a cotas inalcanzadas durante siglos. Sin embargo, algo se está resquebrajando.

Los primeros anuncios de deterioro se percibieron en la primera mitad de la década de los noventa. De una parte, el PNV, que aun no votando la Constitución venía actuando con lealtad hacia ella, emprendió un giro de gran calado, que desembocó en su convergencia con el entorno de Batasuna acerca de una estrategia soberanista, en detrimento de su entendimiento con los socialistas vascos y del consenso en la lucha contra el terrorismo de ETA plasmado en el acuerdo de Ajuria Enea, que ya había sido menospreciado por el PP en sus últimos años de oposición. De otra, los escándalos en torno a algunos sonados casos de corrupción, además de golpear en la línea de flotación del PSOE, dieron pie a que una derecha incapaz hasta entonces de organizarse con eficacia reaccionase procurando la obtención de réditos políticos inmediatos, sin pararse a reflexionar sobre las causas de los fallos que denunciaba ni sobre la naturaleza de los medios empleados y de los apoyos recibidos.

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La primera legislatura del Gobierno del PP supuso una cierta tregua en ese proceso. Sus pactos con los nacionalistas y el interés por ampliar sus apoyos electorales le llevaron a asumir, no sin contradicciones, actitudes más moderadas y un perfil centrista. Pero a partir de marzo de 2000, una vez obtenida la mayoría absoluta, el Gobierno presidido por Aznar ha empezado a socavar de forma preocupante algunos de los cimientos en los que descansa el edificio que hemos venido construyendo desde la llegada de la democracia.

Son ya demasiadas ocasiones las que Aznar ha cedido a la tentación de acusar al PSOE de ser un peligro para la unidad y la estabilidad de España como para pasarlo por alto, atribuyendo sus excesos verbales al calor de un mitin. Tampoco es de recibo su permanente acusación a los socialistas -a los que últimamente cita en compañía de "los comunistas" de Llamazares, olvidados ya sus devaneos con Julio Anguita- de no tener propuestas ni ideas alternativas, cuando si algo caracteriza al presidente es su afán por rehuir cualquier debate y la conversión de sus actuaciones parlamentarias en una muestra de desprecio al resto de los miembros de la Cámara. Su concepción de la democracia y del pluralismo queda en evidencia cada vez que pretende descalificar a la oposición, ignorando la obligación que tiene de someterse a su control y aceptar con naturalidad la posibilidad de la alternancia.

Junto al PSOE, el "eje del mal" de Aznar ha incluido en esta legislatura a los nacionalismos. Las críticas del PP hacia la estrategia del PNV, por muy fundadas que sean las razones para disentir de ella, pierden credibilidad y no pueden ser avaladas cada vez que degeneran en una descalificación total de las ideas nacionalistas, como si éstas no cupiesen en el marco constitucional ni se pudiese defender una reforma de éste que respete los procedimientos previstos para ello. Con esta actitud, la derecha está volviendo al discurso de sus antecesores en Alianza Popular, y el líder del PP recuerda a aquel joven inspector de Hacienda que nos advertía desde las páginas de un periódico riojano de los males que acarreaba el Título VIII de la Constitución.

En fin, Aznar ha propinado un durísimo golpe al consenso con el giro copernicano que ha propinado a la política exterior. Un giro impuesto a golpe de mayoría parlamentaria, pero que no ha sido argumentado en absoluto pese a las muchas horas que el Congreso de los Diputados ha debatido sobre la guerra en Irak. El PP se ha alejado de la idea de Europa defendida por los demócratas españoles desde hace décadas, haciendo una interpretación errónea de nuestros intereses nacionales y sembrando de incomprensión y de recelos nuestras relaciones con América Latina, con el Mediterráneo y con países tan importantes para nosotros como Francia y Alemania. El Gobierno nos habla de las supuestas ventajas que obtendremos en el futuro derivadas del alineamiento con Bush, pero por el momento sólo se percibe una vergonzosa imagen de sumisión y sometimiento, que creíamos haber dejado atrás desde 1977.

Los recortes al pluralismo y la quiebra del consenso en política exterior están teniendo lugar en un contexto que se caracteriza también por los frecuentes abusos de poder en que haincurrido el Gobierno en su relación con los medios de comunicación y determinados sectores empresariales; por la regulación restrictiva de los derechos y libertades que ha introducido en las reformas emprendidas en materia penal, penitenciaria y migratoria, y por algunas graves manifestaciones de intolerancia y de falta de respeto en la relación del poder ejecutivo con los demás poderes del Estado, con el ministerio fiscal y, en ocasiones, con la propia Corona.

Mariano Rajoy venía a decir hace poco en este mismo periódico que muchos de estos aspectos negativos, que ensombrecen la actual situación política, tenían que ver sobre todo con el peculiar carácter de Aznar. Pero, por desgracia, tengo la impresión de que las actitudes del actual presidente tienden a reflejar con bastante exactitud los principales rasgos de la personalidad de la derecha que nos gobierna. Durante un cierto tiempo, hemos venido saludando con satisfacción el proceso mediante el cual la derecha más conservadora -de donde viene Aznar- abrazaba los principios democráticos y se pasaba con armas y bagajes a defender la Constitución. Pero al comprobar cuáles son las consecuencias de su paso por el Gobierno, esa satisfacción se torna en preocupación, al ver cómo a esa derecha le incomoda cada vez más la compañía de quienes estamos desde siempre en el lugar al que ellos acaban de llegar. Y al crecer la sensación de que su idea de España se parece todavía bastante a la que tenían antes de compartir con nosotros los valores de la democracia.

Joaquín Almunia es diputado del PSOE.

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