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Columna
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Cruz Roja

José Luis Ferris

Si hay un género de personas que admiro profundamente ése es, sin duda, el de los solidarios. En un mundo regido por ciegos fundamentos económicos, por actitudes solapadamente egoístas y ambiciones sin límite, que haya mujeres y hombres que se rijan por el imperativo moral de aliviar el sufrimiento de los otros me parece tan excepcional que no puedo más que rendirme ante ellos. Ya lo decía Dostoievski en Los hermanos Karamazov: "Hay que amar la vida más que su sentido", y nada me parece más acertado para quienes se toman la igualdad como un deber, quienes luchan diariamente por la distribución equitativa de los recursos, quienes trabajan por aquellos a los que se les sigue negando sus derechos más elementales en cualquier zona de la tierra, quienes atienden sin desfallecer a los colectivos olvidados (ancianos, refugiados, inmigrantes, afectados de sida, niños de nadie, reclusos, mujeres con dificultades sociales, discapacitados o pobres), quienes ponen bálsamo en la herida de la violencia, quienes bregan por impedir que niños y niñas sean forzosamente reclutados para una guerra, para la explotación laboral o sexual. "Amar la vida más que su sentido" es lo que movió a Jean Henry Dunant a fundar en 1862 las Sociedades de Socorro, es decir, el precedente de la Cruz Roja y de la Media Luna Roja. El dantesco espectáculo de la batalla de Solferino (6.000 muertos y 12.000 heridos abandonados a su suerte) le impelió a ello. Y desde entonces, por encima de los gobiernos y los estados que permiten que el Derecho Internacional Humanitario se siga violando cada día, los voluntarios de la Cruz Roja operan milagrosamente bajo la bandera de la neutralidad, la independencia, la imparcialidad y la universalidad sin que el derrotismo o la indiferencia les perturbe.

Hoy se celebra en Alicante el día Mundial de la Cruz Roja y de la Media Luna Roja. Es un acontecimiento para muchos. Pero lo verdaderamente extraordinario es que aún queden hombres movidos por el deseo de devolver a cada ser humano la dignidad que le corresponde, por encontrarle a la vida su sentido, su secreta razón de ser.

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