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Columna
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Santidad

Llegó el Papa y convirtió a tres andaluces en santos: es un comportamiento en el que, según las estadísticas, este hombre reincide con frecuencia. No discuto los méritos de las personas promovidas al altar, pero a mí me fascina y asombra la facilidad con la que uno puede pasar de ser funcionario de la Iglesia a secretario de Dios, a administrador de la cuota de milagros con que la divinidad premia a veces a nuestros pobres congéneres. A lo largo de sus años de gestión, este Papa ha despojado a 470 humanos de su vil condición de carne y hueso para convertirlos en seres más vagos, misteriosos, simples. Las operaciones que culminan en la canonización me despiertan serias dudas, como creo que sucederá a toda persona que reflexione sobre ella detenidamente. Primero, ¿se entera en el cielo el alma del elegido de que aquí abajo le han concedido un día en el calendario? ¿Significa eso que dicha alma es ascendida en la administración del Paraíso, que cambia de despacho, que contrae mayores responsabilidades? Ya sabíamos que los cristianos se llevan a matar con el comunismo, pero ¿qué diferencias existen entre la vida eterna que lleva el santo en el cielo y la del que no lo es? ¿Existen enchufes y zancadillas en el más allá? ¿Puede uno perder el cargo de patrón de un pueblo o de una profesión determinada si no realiza su labor con la solvencia necesaria?

Uno se da cuenta rápidamente de que la santidad depende de factores arbitrarios, y de que cualquiera puede convertirse en santo (o en diablo) si tiene a su disposición el público adecuado. Si para ser santo basta con la bondad, con una provisión de paciencia y con dignarse a ayudar a quien lo precisa, entonces la Iglesia busca su cantera en lugares erróneos: engrosará mucho más su censo revisando las listas de colaboradores de las asociaciones no gubernamentales, visitando más de vez en cuando a los sacerdotes que tiene confinados en Suramérica, esos que se dejan matar un año y otro por defender un rebaño expuesto a las múltiples conjuras del hambre, la guerrilla, el narcotráfico. No, la santidad procede de otras fuentes; no es necesaria una vida ejemplar, sobran los milagros, ni siquiera resulta imprescindible haber seguido el sendero que marcan los preceptos de Cristo. A veces, nuestros rezos se elevan hacia individuos que cortaron cabezas o que después de una juventud no muy comedida se dedicaron a irrumpir en los burdeles con un látigo y una amenaza. Todo se improvisa: los hagiógrafos crean los santos, y no viceversa. Se redactan leyendas, se certifican curaciones, se acuñan aforismos que según alguien que nunca estuvo allí brotaron de la sagrada lengua. La enseñanza última de todo este supermercado de la santidad que el Papa monta cada vez que se levanta muy católico alentará a unos y desesperará a otros: cualquiera de nosotros podría ser beatificado mañana si encuentra plumas y espadas dispuestas a ver sus rasgos en la nave de una iglesia. Porque, a pesar de lo que digan, nada distingue al santo del hombre de la calle: a los dos les huelen los pies, los dos prefieren el vino a la hiel; y Lenin no era santo pero también sigue incorrupto en su ataúd, dispuesto a ganar el concurso de podredumbre que mantiene contra candidatos de los cinco continentes.

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