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Columna
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Maldito Atleti

Existe una melancolía emparentada con el fracaso. Una forma de entender que es mejor tener a la derrota como amante fatal y pretendiente obstinada, que estar colgado de una victoria caprichosa y altiva. Se puede comprender el fútbol de otra manera. Se puede ser del Atleti.

El Atlético de Madrid cumplió hace unos días cien años. El Vicente Calderón se engalanó como nunca, la climatología y el Príncipe se entregaron a la fiesta, el equipo saltó al campo con la elegante camiseta del Centenario. El fortuito rival liguero de aquella tarde, Osasuna, parecía un contrincante menor para un día tan señalado. Sin embargo ganó por cero a uno. A pesar de que el Barcelona o el Real Madrid también sucumbieron el día en que cumplían un siglo, el revés del Atlético parecía predestinado. Sobre el club rojiblanco pende una imprecación archiconocida, una fatalidad longeva. Mientras que los jugadores y el propio entrenador actual niegan el mal sino del equipo, la afición lo asume hoy como nunca. La hinchada madrileña ya no se rebela contra su maldición, sino que se entrega a ella, se reencuentra así misma en la adversidad, en la desgracia sin culpa, en la convicción de que mañana el balón obedecerá.

Todo esto no quiere decir que los seguidores atléticos acepten con resignación los contratiempos de su equipo ni se inmunicen a ellos (el día del Centenario el campo se prendió de pañuelos blancos), sino que reconocen el dolor del fracaso como propio y lo metabolizan para disfrutar con mayor intensidad de los triunfos futuros. No piden cuentas a Dios y raras veces a los jugadores por los percances, sino que se exigen a sí mismos fortaleza para superar los baches. La talla del club no está sólo forjada por las victorias, sino por la superación de los cataclismos. Varias veces se ha comparado el fervor atlético con una pasión religiosa. El devoto rojiblanco incrementa su fe en el martirio, encuentra el sentido de su credo en la penitencia.

Un siglo de vida obliga a hacer balance. Es fácil contar qué es el Atlético pero no por qué se es del Atlético. Dos años en Segunda División, una debacle emocional para cualquier afición de un club grande, incrementó significativamente el número de socios. El patrimonio más valioso de este club no se exhibe en la sala de trofeos, sino en la grada. El aficionado colchonero cree ciegamente en que el destino de su equipo es el suyo, reinterpreta las calamidades como escenas de una pasión futbolística inalterable, está dispuesto a perder una Copa de Europa en el último minuto o a conquistar un doblete tras un año al borde del abismo. El atlético comprende, asume y llora sus decepciones y sus éxitos sin pedir una aleación más favorable, disfruta aún más de sus momentos de gloria sabiendo que son el prólogo y el epílogo de una tragedia. O quizá sí demanda más logros, sí los ansía, pero no se lo exige con severidad a su equipo, es un anhelo interno, el insensato sueño del forofo emborrachado de nostalgia.

No como el Madrid. La comparación entre ambos equipos se hace hoy más inevitable que nunca. El Centenario rojiblanco se mide forzosamente con los fastos madridistas del año pasado. Los actos han sido bastante parecidos: sello conmemorativo, exposición en el Parque de Atracciones, un reloj hortera con el anagrama del Centenario, y un himno. En este último detalle radica un punto importante. Mientras que el Madrid contrató a Plácido Domingo para interpretar una pieza de orquesta pomposa y triunfal, el Atlético ha fichado a Joaquín Sabina para componer y cantar un anti-himno canallesco y tabernero, acorde con la idiosincrasia del Atleti. Una canción que debido a desarreglos con los derechos de autor no sonó el día del Centenario ni todavía se ha hecho pública íntegramente.

Aparte del carisma de Sabina, no hay nada más seductor que alguien capaz de reírse de sí mismo. Desde la perspectiva de la canción atlética, el himno merengue resulta engolado y pomposamente pretencioso. El perdedor despierta más simpatías que el triunfador incólume. Sin embargo, los colores y los afectos ya están repartidos. Los que hasta este momento, cien años después del nacimiento del fútbol, siguen indemnes a la pasión de este deporte difícilmente sucumbirán ya. Y los que estamos atrapados sin remisión en este planeta de cuero somos de un equipo ya para siempre, cante Sabina o Domingo, gane o pierda, levante pañuelos o Copas de Europa.

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