Los secretos de la confianza
Abundan los empresarios que admiran a Zaplana con reservas, pero como que esas reservas ni siquiera son mencionadas, bien puede decirse que estamos ante reservas propiamente dichas
Beaterías
No me refiero a Paco Camps y su pinta de Sant Vicent Ferrer antes de obrar el milagro de ganar las elecciones sino a esa miseria de la incondicionalidad impostada que tanto tiene que ver con la imagen gráfica, y sus correspondientes hemerotecas, de la política en fechas decisivas. Son imágenes en las que el tonteo adolescente de Ruiz Gallardón con Ana Botella viene a ser un gesto infantil al lado de las miradas entregadas que Ana Mato dedica a José María Aznar -su alma, su jefe, su ídolo-, más babeante que la insoportable foto de Nancy Reagan en la sorprendente toma de posesión de su marido como presidente de Estados Unidos. Es una beatería sin fin y sin remedio, aunque también sin explicación racional, que aquí vemos cada día en la alocada pose de una tal Alicia de Miguel cuando está segura -y vaya si lo está- de hablar en nombre de la gente que la contrata.
Psicologías aparte
Si yo fuera un psicólogo del pesoe (y dios me libre tanto de una cosa como de la otra) andaría muy ocupado en el diseño del perfil correspondiente al presidente Aznar, no sólo por el capón de los gallos vocales que se le escapan en el momento más inoportuno, ni tampoco por ese grotesco uso de las gafas con las que se hace un lío al mirar tanto de cerca como de lejos para terminar no viendo nada, y ni siquiera por esa majestuosidad impostada que trata de adoptar en cuanto tiene que recorrer unos metros ante las cámaras o por los lapsus linguae que tanto color aportan a sus soflamas. No. Al sugerir que el peligroso comunista Rodríguez Zapatero habría deseado una mayor duración de la sangrienta agresión contra Irak, lo que sugiere es que él abrigaría ese deseo si le hubiera sido posible alentarlo desde la oposición. Ese inconsciente mecanismo proyectivo sí que está cargado de toda clase de peligros venideros.
Que no falte de nada
Si el candidato Camps tuviera que conquistar a una novia con su discurso lo tendría bastante crudo, porque habla de prestado y obedeciendo a una manual preestablecido que suena más falso que una moneda de cinco duros. Es curioso porque los arranques de vehemencia del candidato no consiguen obviar la esperanzada trivialidad de cuanto dice. Hay un chiste antiguo acerca de un candidato (bastante raro, porque cuando estuvo de moda aquí no había elecciones ni cosa parecida) que promete la construcción de un puente caso de ser elegido. Uno de los asistentes al mitin hace notar que en la ciudad no hay río. Y el político, sin inmutarse, asegura que se compromete a hacer también un río que será la envidia de todo el mundo. Ese es Camps, un magnífico candidato a cualquier concejalía danesa de provincias si abrazara el protestantismo.
¿Y no será una impostura?
Uno de los misterios mayores en literatura, especialmente en la poética, pero extensible sin duda a otras manifestaciones de la escritura publicada, es la relación que el autor mantiene con su obra, esa criatura bastarda. Si por medio de un poema el escritor trata de hacer llegar una cierta imagen -por lo común, llena de delicadeza- vinculada a sus gustos como persona y a la tradición innovadora que destella en los recursos de solapa, llama la atención que al mismo tiempo eche mano de toda clase de artimañas de estética dudosa para alzarse con una cátedra universitaria o que no desdeñe la mezquindad hacia el compañero de trabajo cuando de conservar la plaza de funcionario con quinquenios se trata. Decía Juan Benet que prefería no saber nada de la vida personal de los autores de su gusto, no por ahorrarse el desencanto sino porque se trataría de dos entidades distintas. Pero ¿y si, como sugiere Agustín García Calvo, la distinción entre lo privado y lo público es una entelequia orientada a la preservación de lo arbitrario?
Falta de todo
Cansada de tanto trajín trasatlántico con los ya exprimidos plásticos locales, la otrora animosa subsecretaria de autopromoción cultural se dispone a escenificar otra de sus espectaculares fugas hacia ninguna parte. Levantar en Sagunto un grandioso teatro de nueva planta a unos cientos de metros del Teatro Romano sin decir esta boca es suya ante la barbarie de su inminente demolición es cosa de poca monta al lado del fulgor de la ejecutoria que se propone en sus bienales, famosas en el mundo entero. Las gotosas instalaciones de la antigua siderúrgica acogerán uno de estos días una versión de Hamlet en inglés montado por Peter Brook, para contento de los agricultores portuarios, en un frenesí de cultura pret à porter en todo ajena a la cuestión de si está de recibo esa triste manera de ser para la nada, para nadie, sumida en el frenesí compulsivo de la ficción figurativa.
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