Precariedad laboral, precariedad vital
"Sí; caminamos, y el tiempo también camina, hasta que, de pronto, vemos ante nosotros una línea de sombra advirtiéndonos que también habrá que dejar atrás la región de nuestra primera juventud". Joseph Conrad, el genial autor de obras como Lord Jim, El agente secreto o El corazón de las tinieblas, lo es también de un relato de fuerte contenido autobiográfico que lleva por título La línea de sombra en el que narra las experiencias de su primer mando como oficial en un buque de la marina mercante británica. Esa experiencia supuso para Conrad el momento que marcó su transición de la juventud a la edad adulta, el momento en que atravesó la línea de sombra, "esa región crepuscular que separa la juventud de la madurez".
En los tiempos en que Conrad escribió sus novelas, durante el primer cuarto del siglo XX, no era demasiado difícil trazar los límites de esa línea de sombra. Como no lo ha sido a lo largo de todo ese siglo, hasta prácticamente la década de los Noventa. Durante más de un siglo el acceso al mercado de trabajo ha sido, como norma, el primer paso por mediación del cual el ciudadano varón de las sociedades industriales se adentraba en esa región crepuscular que separa la juventud de la madurez. Un primer paso casi siempre inexorable, que encadenado a otros pasos -emparejamiento, constitución de hogar independiente, procreación- iba siguiendo un sendero que lo llevaría, finalmente, a ingresar en la edad adulta.
Hoy, por el contrario, se vive en toda su extensión un fenómeno que ha sido definido como adolescencia forzosa, caracterizado por una anormal prolongación de la etapa juvenil como consecuencia de que la independencia económica suficiente para establecerse y vivir por cuenta propia suele llegar tarde. Hay una cuestión que condiciona absolutamente la posibilidad práctica de ese cambio de estatus social que supone el paso de la juventud a la edad adulta: al acceso a un trabajo remunerado estable. Esta es la condición para poder plantearse en libertad la formación de una pareja, la constitución de un hogar independiente o la procreación. Es por ello que puede que para una determinada generación la juventud no termine nunca, pues nunca podrán acceder a un puesto de trabajo estable que les abra las puertas a la asunción libre de responsabilidades sociales: desde esta perspectiva, serán "jóvenes" de 30, 40 años.
Porque lo cierto es que el mercado de trabajo, en la actualidad, no hace sino extender y alargar esa línea de sombra que separa la adolescencia de la edad adulta. Se crea empleo, sí, pero la temporalidad marca la pauta. No resulta difícil que un joven acceda a un empleo, pero es casi siempre un empleo precario, que de ninguna manera permite sentar las bases económicas que permitan asumir las responsabilidades que la vida adulta conlleva. Son pocos los empleos en los que exista un sistema normalizado de progresión mediante la acumulación de experiencia y de méritos profesionales, lo que permite hacer inversiones de futuro postergando la gratificación por el trabajo realizado en cada momento. En la mayoría de los empleos la fragmentación, la discontinuidad y la incertidumbre son las que dominan. Y con ellas irrumpe en la vida del trabajador la más profunda y persistente incomodidad, perturbando gravemente su actividad y, lo que es peor, su vida misma. De ahí la reciente denuncia realizada por el Consejo de la Juventud: apenas dos de cada diez jóvenes españoles menores de 34 años pueden emanciparse y financiar una vivienda propia, debido al aumento de los precios de los pisos (que exigen dedicar a su financiación el 58% de un sueldo medio) y a las condiciones laborales precarias.
La inestabilidad en el empleo supone para los jóvenes la desestabilización del conjunto de su vida. Esto es especialmente grave en un momento en que se encuentran transitando por la línea de sombra. La precariedad laboral amenaza con condenarles a vagar, por tiempo indefinido, por esa región.
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