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LA CRÓNICA
Columna
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Palau y su fundación

Monika Zgustova

Llamo al timbre a la una en punto. Mi anfitrión me invita a entrar con una expresión radiante: "¡Hoy tenemos una pequeña celebración!", me dice con aire misterioso, y promete: "Te voy a enseñar algo". El piso modernista del escritor Josep Palau i Fabre es un laberinto lleno de montañas de libros, papeles y recuerdos de toda clase. Y de maravillosos cuadros colgados en las paredes, muchos de ellos pintados por su padre, el pintor Palau, otros por Torres García, Rebull, Grau Sala y muchos más. El escritor y especialista mundial en Picasso se mueve entre esas pirámides de objetos con la intuición del Minotauro encerrado en su laberinto. ¿Dónde irá a parar todo ese tesoro?, me pregunto, ¿qué pasará con esa preciosa colección, el sueño y el trabajo de toda la vida de un hombre que ha vivido como un anacoreta sólo para reunir una colección? ¿Qué pasará con ella cuando Palau no esté? Mi anfitrión murmura: "Te voy a enseñar algo... ¿Dónde lo habré puesto?... A ver... ¡Aquí!", exclama al final.

Josep Palau i Fabre, alquimista poeta, ha encontrado lugar para sus 'picassos' en Caldes d'Estrac

El escritor, que a sus 86 años recién cumplidos acaba de traducir sus Poemes de l'alquimista al castellano, además de estrenar sus obras Mots de ritual per a Electra y Vides de Picasso en dos escenarios barceloneses, despliega unos papeles como un mago o un alquimista que revela un enigma. Se trata de planos de distintos edificios de varias plantas. "¡Mi fundación!", suspira el escritor con la máxima satisfacción. Sentados en un restaurante, Palau me cuenta: "Estuve buscando durante años el edificio adecuado para ubicar allí mi fundación. Un día visité Caldes d'Estrac para conocer el pueblo donde solían veranear dos poetas que admiro, Verdaguer y Maragall. Después de visitar sus casas me fui a la playa a bañarme. El baño me sirvió de inspiración. Subí por la calle de la Riera y en el Ayuntamiento pedí una entrevista con el alcalde del pueblo. Nos entendimos. Unos días más tarde, en la Diputación de Barcelona se firmaba nuestro pacto: el pueblo de Caldes me cede a mí los edificios de dos pequeños palacios -un colegio de monjas y la casa de un indiano- y yo doy a Caldes mi colección de 200 pinturas, cerámicas y esculturas, principalmente de Picasso".

Mientras comemos, Picasso flota en el aire en todo momento. "Suena como un cuento de hadas", le digo a Palau, y pienso que tras largas décadas en que la obra de Palau parecía no importarle a nadie, el escritor ahora vive un dulce momento de reconocimiento tardío. "¡Pero eso aún no es todo!", exclama él. Y me cuenta que ya ha encontrado y contratado a la persona idónea para dirigir la fundación: "Es Eduard Vallès, sobrino de Manuel Pallarès, un pintor de Horta de Sant Joan y gran amigo de Picasso: a los dos pintores les unían nada menos que 80 años de amistad". Me doy cuenta de que Josep Palau i Fabre, el alquimista y el anacoreta que ha dedicado la mayor parte de su vida a cultivar la amistad con Picasso y a estudiar y coleccionar la obra de ese pintor que para él ha llegado a convertirse en una especie de álter ego, sigue flotando en las olas picassianas. En un día de sol titubeante de primavera, me sumo a la expedición de tres personas que tiene por objetivo el pueblo de Caldes. Los palacios que albergan la fundación están en obras y parecen curiosas instalaciones y happenings multicolores: palos rojos como finos dedos que apuntalan el techo, hileras de docenas de bombonas de butano que ayudan a secar el suelo. Josep Palau se ha olvidado de sus años y corre por las escaleras como un chico. Estoy en el primer piso, que alberga la pintura catalana, desde Nonell hasta Perejaume -pintor que inaugurará una serie de exposiciones temporales de la fundación-, y oigo la voz de Palau que proviene de una planta más arriba: "¡Ven!". Con un amplio gesto de ambos brazos señala: "Aquí vamos a instalar todos mis picassos". Me imagino los picassos de Palau colgados en las paredes, los de la época barcelonesa, los de la etapa rosa y la azul, y sobre todo la última, cuando al pintor le unía una profunda amistad con Josep Palau y sentía un gran aprecio por él. De aquella época datan también las cerámicas, los autorretratos y los retratos que Picasso esbozaba según la inspiración del momento. Palau interroga al arquitecto, moviéndose por los pasillos: sí, es el Minotauro en su laberinto.

En el aire de todos esos espacios flota el espíritu de Picasso, el artista más representado en este museo; unas setenta obras suyas podrán contemplarse aquí: pinturas, dibujos, grabados, litografías, cerámicas, esculturas y bajorrelieves. Paseamos por el patio que albergará el café de la fundación con sus mesitas blancas y parasoles multicolores, y luego subimos a la puerta por donde se podrá acceder, directamente desde la fundación, al parque municipal. Ese lujoso jardín mediterráneo colgado encima del mar invita a la contemplación. "L'antiga terra encara trepitja Minotaure", diría Palau poeta. Me digo que Josep Palau ha conseguido el sueño de su vida: hacer homenaje a la pintura que más le gusta y seguir flotando en las olas picassianas, seguir flotando en ellas para siempre.

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