Policía inoperante
El otro día subía en coche por Doctor Esquerdo y, al ir a girar hacia Goya (maniobra permitida, como indican las flechas), se paró a mi derecha un automóvil cuya conductora me lanzó todo tipo de improperios.
Antes de que me diera tiempo a bajar la ventanilla, el energúmeno de su hijo ya se había bajado del coche y estaba pegando patadas a la puerta derecha del mío. Para cuando me bajé, ya había roto el retrovisor de un puñetazo y sangraba por la mano. Me enfrenté con él y sacó una navaja, lo que me hizo retroceder. Pedí ayuda a los curiosos, que ya habían llamado a la policía.
Seguí a los agresores con la esperanza de encontrar algún policía, cosa que ocurrió al pasar por la Embajada de EE UU. Pero cuál fue mi sorpresa y desilusión al comprobar que, tras perder más de una hora allí con cuatro policías nacionales, dos municipales y un guardia civil, que pusieron en duda de forma sistemática cuanto yo les contaba, sólo conseguí que revisaran de forma exhaustiva mi documentación y la de mi coche, registraran a fondo el mismo y me vaciaran hasta una mochila que llevaba.
Les insistí, apoyado en mi condición de médico, que aquel individuo mostraba claros signos de haber consumido drogas, alcohol o ambos, pero todos coincidieron en que como él no conducía, aquello no era de importancia.
Al final me fui con mi espejo roto, mi puerta abollada, mi tiempo perdido, mis pertenencias registradas, mi moral por los suelos, mis nervios a flor de piel y la firme convicción de que, a la gente normal, la policía no nos sirve para nada.
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