Rojo y blanco
Con la excusa del Centenario, todas las tribus rojiblancas han sido convocadas en el cercano Oeste de Madrid para invocar al Gran Espíritu. Entre los congregados hay gentes compatibles con el Séptimo de Caballería y con el desastre de Rodilla Herida: a saber, colchoneros de sangre azul, pacíficos guerreros procedentes de los barrios gremiales, periodistas que sólo conocen la tinta escarlata, nostálgicos de la pradera metropolitana en la que Griffa tendía sus emboscadas a los búfalos de la competencia, ardientes admiradoras del Niño Torres ataviadas con sus flecos de gamuza, chamanes multicolores que descienden de los fondos del estadio una vez cada siglo para bailar alrededor del tótem, y trovadores cuyo insomnio rojiblanco suele durar 19 días y quinientas noches.
Cualquier intento de clasificarlos por su ardor pasional, esa forma de adicción al peligro, será completamente inútil. Ni la mitología ha descrito jamás una devoción parecida, ni la psiquiatría ha catalogado tan infrecuente locura de amor, ni los estudiosos del genoma han conseguido identificar el gen responsable de esta calentura sin remedio. Sabemos muy poco sobre ella. Si acaso, que se trata de una fiebre de sábado a domingo que, gane o pierda el equipo, sólo puede subir.
Tampoco podemos definirlos por sus gustos personales: guardan un mismo respeto a iconos tan diferentes como José Eulogio Gárate o Cholo Simeone. José Eulogio era un ingeniero industrial nacido en Argentina, pero flor de Neguri. Su adinerada familia fabricaba las famosas bicicletas GAC en la factoría y él fabricaba bicicletas en el aire del estadio Calderón. Tenía una portentosa habilidad para caminar por el alambre; pedía el balón, lo envolvía entre las botas y avanzaba por el césped sobre las punteras con una frágil disposición de bailarín clásico o, dicho más propiamente, con un medido tacto de funámbulo. Es imposible encontrar en su época un caballero más íntegro: nadie dibujó el contraataque con pluma más fina, nadie recibió más patadas que él, nadie las aceptó con mejor talante.
El Cholo, en cambio, es melodía de arrabal. Si José Eulogio era capaz de morir por una pelota, El Cholo era capaz de matar por ella. Llevaba un juramento comanche escrito en la cara y supo interpretar las exigencias de la competición con la doble voluntad del compañero y del sicario. Nadie le vio derramar una lágrima cuando emigró a Italia, pero todos sabemos que se fue llorando.
Se fue llorando porque no era simplemente un seguidor incondicional, sino un verdadero militante. Como Gárate, y como dos docenas de rojiblancos a los que quiero con la verdad del amigo, se ha tatuado los barrotes de la camiseta en el pecho. Todo sea por evitar que el corazón pueda escaparse al Bernabéu en algún descuido.
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