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Columna
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Cuento de libros

Cuando Simbad el Marino decidió regresar a Bagdad, pensó muy bien de qué medios se valdría para no ser víctima de los ladrones, los predicadores y los mercenarios. Pues todos los caminos que conducían a la ciudad de su amada niñez estaban infectados de ellos. Después de múltiples peripecias, aventuras y naufragios, Simbad había logrado reunir una considerable fortuna, con la que resarcir a sus padres de la que él les había dilapidado en excesos de juventud. Por fin se decidió a formar una caravana y cruzar el último desierto como una más de las comitivas de mercaderes. Entre los fardos de jengibre, sándalo y canela, escondió lo mejor de su tesoro: un considerable número de libros que había ido reuniendo aquí y allá, y que pensaba donar a la biblioteca bagdadí. Así las nuevas generaciones aprenderían a no malgastar energías en discusiones inútiles, ni en perseguir quimeras o dioses.

A tres de días de distancia, decidió acampar en las orillas del Éufrates, para reponer fuerzas y hacer acopio de ese intangible talismán que es el arte de contar, que mucha falta le haría, si quería seducir con sus aventuras a los niños de Bagdad. Pero en la primera de las tres noches que le quedaban tuvo un sueño espantoso. Vio mujeres, ancianos y niños, muchos niños, ensangrentados, mutilados. Los hospitales y los museos saqueados, los edificios desventrados, los jardines de su infancia llenos de agujeros, como invadidos por un ejército de gigantescos topos... Y al fondo, junto al río Tigris, el resplandor de las llamas en que se consumía la biblioteca de Bagdad. Entonces su corazón ya no pudo resistirlo y despertó, presa de iracundos temblores.

La segunda noche, por el contrario, tuvo un sueño maravilloso. Una contundente lluvia de primavera, que hubiese aplacado cualquier incendio, caía sobre las losas de mármol y las macetas de un antiguo palacio en la ciudad de Sevilla. Un grupo de personas se había congregado en uno de sus salones para celebrar unas extrañas ceremonias. Con ellas festejaban, de incontables maneras, la excelencia de los libros y el mucho aprendizaje que en ellos hacían los niños y los jóvenes de la hermosa región de Al-Andalus. Al parecer, eran vísperas del gozo de la escritura y la lectura, pues al siguiente día, 23 de abril, se conmemoraba la suerte curiosa en que dos de los más grandes escritores de todos los tiempos, Cervantes y Shakespeare, habían resuelto morir. Una eufórica conductora de aquellos ritos, llamada Carmen, se afanaba en recordar a los presentes esta frase enigmática: "Más libros, más libres".Y un venerable poeta cordobés, llamado Pablo, conducía el regocijo de todos los presentes a reflexionar un momento sobre "el germen inquietante de la lectura". Al despertar, Simbad el Marino, junto con la envidia, sintió comprender cabalmente aquellas palabras y se estremeció al recordar el incendio de la biblioteca de Bagdad.

La tercera noche, Simbad no pudo dormir. Temeroso de que su tercer sueño no fuera prolongación del segundo, sino del primero, la pasó en vela, junto al fuego del campamento. Pensativo y triste, no se dio cuenta de que en el cielo se iba formando una nube de lágrimas, venidas de todo el mundo a acompañarle.

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