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Tribuna:GUERRA EN IRAK | Opiniones y protestas
Tribuna
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Bagdad

La riqueza arqueológica del subsuelo del Irak guarda los vestigios menos divulgados de los primeros campesinos, de las primeras ciudades y de los primeros palacios que la cultura occidental ha convenido incorporar a su historia, poco conocidos porque se trata de lo que se ha ido recuperando después de que los grandes museos e instituciones arqueológicas de Europa y América llenaran las bodegas de barcos que navegaban por el Tigris, rumbo al Golfo, con los principales hallazgos de los trabajos que promovían. Nuestra admiración por el palacio de Sargón, por el arte mesopotámico y asirio, por Babilonia, por las esculturas de sus gobernadores, por los frisos de arqueros en donde se describen las hazañas de sus reyes con una delicadeza artística inigualable, por los revestimientos de ladrillos vidriados, radiantes en su policromía, o por los pequeños objetos de marfil, nace de lo que vimos reproducido en los libros, siempre relacionado con colecciones occidentales, o de algo que nos emocionó al visitar el Louvre, el Museo Británico, el Museo de Berlín, el Metropolitan de NY... ya que, si por casualidad hemos viajado a Irak, tal vez lo hayamos hecho con las limitaciones con que viaja el peregrino, que determina en exceso de antemano el objetivo de su viaje en perjuicio de la percepción de la realidad.

La arqueología sepultada en Irak es, por supuesto, mucho más amplia de lo que el filtro occidental deja ver. Todo el transcurso de la Edad Media mantiene allí testimonios de primera categoría, pero ni se puede comparar la inversión de Occidente para su recuperación ni tampoco, consecuentemente, el volumen del patrimonio artístico de época árabe desplazado hasta esta parte del mundo y exhibido en sus museos. En los países próximo-orientales es relativamente frecuente que la visita a un museo de creación nacional comience por las culturas de la antigüedad y finalice con las manifestaciones religiosas o artísticas de las que su sociedad también se siente heredera, pero ese discurso, al margen de su pertinencia académica -si es que hay tal cosa dondequiera que sea- no se produce exactamente en Occidente, donde las salas de antigüedades orientales se ven seguidas por las del mundo greco-romano en el que se reconoce la esencia de nuestra manera de pensar y vivir, salvaguarda del impulso civilizador que Oriente legó a la humanidad. Ahí están, por ejemplo, los Museos Vaticanos como exponente de la selección de aquello que nos ha hecho ser como, digamos, tendríamos que ser. Y ahí está, sobre todo, la paradoja de las construcciones sobre la identidad cultural, concepto de distinción que presume consistencia o continuidad a lo largo del tiempo, según Almudena Hernando.

La invasión de Irak constituye una grave amenaza al patrimonio arqueológico, como han reconocido muchos orientalistas anglo-americanos al ver en peligro una parte considerable de la cantera que guarda los datos imprescindibles para su investigación, lo cual, sin embargo, no les ha llevado a pronunciarse colectivamente por el no a una guerra que va a suprimir algunas de las piezas que explican el largo alumbramiento de la civilización, a cuyo estudio se dedican.

Para la población iraquí el pasado así como la civilización se han precipitado en el presente, se han aniquilado sin piedad con la pérdida violenta de los suyos, con la destrucción de sus barrios y mercados, hechos que la han convertido en una población superviviente a la que se ha robado la identidad más querida.

En medio de esa desolación, se saquea el Museo de Bagdad, como si fuera un palacio más solo que depositario de obras asirias originales, en vez de las burdas copias de las sedes del antiguo gobierno (que podría haberse apropiado de lo mejor de lo auténtico). Y se hace difícil explicar que ese expolio constituye una pérdida irrecuperable porque no es comparable a otras pérdidas que han supuesto la desaparición de seres humanos.

Y, mientras se desguazan las estatuas colosales de Sadam Hussein me viene a la mente -probablemente a causa mi profesión- esa sucesión de actos vandálicos que atentan contra el archivo de la memoria con la violencia propia de la desesperación y me parece de una gran sabiduría el fragmento de La muralla y los libros del Borges de Otras Inquisiciones cuando dice: "Leí días pasados que el hombre que ordenó la edificación de la casi infinita muralla china fue aquel primer emperador, Shih Huang Ti, que asimismo dispuso que se quemaran todos los libros anteriores a él... Acaso la muralla fue un desafío y Shih Huang Ti pensó: 'Los hombres aman el pasado y contra ese amor nada puedo, ni pueden mis verdugos, pero alguna vez habrá un hombre que sienta como yo, y ése destruirá mi muralla, como yo he destruido los libros, y ése borrará mi memoria y será mi sombra y mi espejo y no lo sabrá'".

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Carmen Aranegui es catedrática de Arqueología de la Universidad de Valencia

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