De los pueblos blancos a las playas de Cádiz
Una propuesta para Semana Santa por 19 poblaciones gaditanas cercanas al mar
Cuántos son, dónde están los pueblos blancos? En la serranía de Cádiz, una mancomunidad de 19 ayuntamientos ha convertido la Ruta de los Pueblos Blancos en una suerte de marca registrada. Pero habría que estar ciegos para no ver un hormiguero albino más allá de esa peña; pueblos blancos, en realidad, son la mayoría de los pueblos andaluces, si no todos. ¿Qué decir de Casares, de Aracena, de Cazorla o de los Vélez, por sólo picotear en los cuatro puntos cardinales del sur? Como todas las cosas demasiado aparentes y dispersas, puede que los pueblos blancos ni siquiera existan.
Además, fuera de la hipótesis cromática, ¿hay algo que de veras cinche a esos 19 municipios mancornados? Porque es evidente que van por libre, cada cual enrocado en su propia sierra. Hay tantas sierras como pueblos, incluso más, en esa geografía de taifas. Un catastro poco escrupuloso registra una veintena larga de nombres cantarines y fragantes: sierra del Orégano, del Endrinal, de los Pinos, de las Cabras, de la Sal, del Republicano... Si hubiera que apuntar un lazo de unión, ése sería el cordón líquido del río Guadalete -el "río del olvido"-, que con su malla tupida de hilos afluentes y arroyos más o menos constantes traba tamaña algarabía, y pone a sierras, pueblos y colores en su sitio.
Tal vez haya algo más en común entre esos pueblos. Podría detectarse una plantilla o patrón para todos ellos: el mismo cuño físico y la misma secuencia histórica. La estampa general es la piel del tópico: un castillo auxiliado por un campanario o espadaña de parecidas ínfulas para mantener apaciguado el nudo de callejuelas en cuesta y el revoltijo de casas, con sus tapias encaladas, sus tejas anaranjadas y rejas de luto, sus macetas de geranios y sus matas de azahar, sus árboles (pocos), su silencio (teórico, desde que se inventaron las motos). También su biografía parece calcada: oscuros orígenes romanos o anteriores, resistencia en manos árabes, conquista cristiana y floración espontánea de conventos, siglos de frontera (también el concepto de frontera, que da apellido a muchas de estas poblaciones, podría servir de argamasa, como la cal), rutina campesina, en fin, a beneficio de señores, y apartados de una historia mayormente lejana y ajena.
Detalles singulares
Son pueblos, en general, que conviene tentar a bulto, como ya advirtió Bécquer y se ha repetido tantas veces. Vistos de cerca, puede evaporarse la magia que concitaba la pincelada impresionista. Y no todos siguen a pie juntillas la plantilla del tópico; mejor dicho, algunos pueblos la engordan con detalles y opulencias singulares. Tal es el caso de Arcos de la Frontera, que actúa un poco como capital o al menos como referencia para esa ruta esenciada y cuasi registrada. Al doble esquema tópico -castillo y templo pastoreando el caserío; arx o fortaleza romana convertida en medina Arkosh por los moros y conquistada por un santo rey cristiano, etcétera- añade Arcos algunas coqueterías. La más notoria, la calidad de sus monumentos, brotados como una flor canela entre el jalbegue radiante.
Pero lo que tal vez haga de Arcos uno de los pueblos más bonitos de España -así aparece catalogado en guías extranjeras, y, por tanto, neutrales- es su calidad poética. Arcos está posado como una garza sobre un peñasco de cobre, cortado a pico sobre el río Guadalete, y da la sensación de que en cualquier momento pudiera echarse a volar. A esta feligresía le han dedicado piropos (registrados en azulejos por las esquinas) escritores ilustres. En este pueblo han nacido y cantado El Cambaya, El Nitri, Manuel Torre, y siguen brotando voces en noches de festival de estío. Quiso un regidor, dicen los romances, seducir a una pícara molinera, y Falla quitó hierro al asunto con pasos de ballet conciliador. Un pueblo, en fin, que, a pesar de su carga monumental, musical y literaria, tira hacia adelante, convierte almazaras y cortijos en residencias rurales, proyecta hoteles y museos, crece, mantiene autoridad en la coalición de pueblos.
Que ya hemos dicho que son muy suyos, y pujan por salir en la foto. Bornos, por ejemplo, aparte de dar nombre a un pantano compartido, sorprende al no avisado con un palacio pertrechado de jardines y surtidores, y un claustro conventual de mármoles perfilados, amén de casas patricias. Por Bornos, y siguiendo el doble eje de la carretera nacional o del antiguo ferrocarril hasta Olvera (nunca estrenado, convertido ahora en vía verde para delicia de ciclistas y senderistas), se puede acometer de forma cómoda el periplo blanco. Otra manera de ir directamente al grano es enzarzarse en la comarcal que se abisma sin contemplaciones en la sierra de Grazalema.
En cualquier caso, habrá que tener anotados media docena de encuentros. Uno, ineludible, precisamente con Olvera. La estampa, a bulto, se parece no poco a la de Arcos, con la iglesia y el castillo remansando la crecida de viviendas. Por allí cerca, además, quedan dos de los pueblos más pintorescos y aireados, Zahara de la Sierra y Setenil. Zahara es imbatible como grabado romántico y vista panorámica; troceado al detalle, pierde eficacia. Lo mismo que Setenil, a pesar de sus callejas remangadas bajo una repisa de piedra, que las protege como una valva. Por Olvera y Setenil flota aún en el aire cierto olor a bandolero; eran éstos, en efecto, los vericuetos por donde venían a diluirse en la sierra los operarios del gremio. Un lugar emocionante que no hay que omitir, aunque nada tenga que ver con esta ruta, son las ruinas de Acinipo y sus cascotes de abatida romanidad.
El pinsapo
La sierra es otro cantar, aunque la letra de los pueblos siga siendo la misma. A Grazalema llegan fervientes romerías de devotos del pinsapo (ese abeto-reliquia anterior a la última glaciación, que sólo ha resistido aquí y en los Urales), del alimoche, del buitre leonado y de otros especímenes endémicos, animales o vegetales. Pero toda la clorofila del mundo no puede con la blancura de Grazalema, vertical y líquida, salpicada en cubos escalonados y fuentes innumerables. Grazalema fue próspera gracias a las mantas tejidas con lana de los rebaños serranos, y una de las cosas más gratas que se pueden hacer es visitar un antiguo batán y factoría que es algo más que un museo o tienda donde mercar un souvenir.
No lejos de Grazalema hay dos aldeas moriscas que delatan un poco de dónde les viene a los pueblos blancos su pulcra manía: Benamaoma y Benaocaz; éste último conserva bien lo que llaman todavía el "barrio nazarí", en lo alto de la población. Unas dehesas más allá se arremolina Ubrique, más conocida, desde luego, por dar apodo al torero Jesulín que por sus 300 fábricas y empresas dedicadas a la piel. Es más, puede que muchas piezas indígenas de marroquinería fina vaguen anónimas por escaparates de medio mundo, oculto su origen bajo etiquetas y marcas de lujo.
Nostalgia de mar
Por extraño que parezca, hay en todos estos pueblos blancos una nostalgia de mar. Se huele el salitre, y el azul. Los pueblos blancos y el mar azul, cuando no se tocan, forman como si dijéramos una pareja de hecho. Desde la orilla marina salpican oleadas de autobuses repletos de turistas que no quieren marchar sin la postal de secano. Desde cualquiera de estos pueblos blancos hay, a su vez, un camino invisible que desemboca en el mar. Se pueden buscar las playas enfilando tercamente hacia el sur, pero hay que sortear entonces muchas sierras, y parroquias con apellido "de la Frontera", para llegar a los arenales de Guadiaro, o a las playas inmensas, vírgenes, increíblemente desahogadas a poniente de Tarifa, donde los vientos hacen de eficaces cancerberos. El camino más cómodo y liso es el que va desde Arcos hasta Jerez y declina desde allí hacia las playas de El Puerto de Santa María.
Que también es pueblo blanco, y está sentenciado blanco sobre negro. De eso se encargó sobre todo Rafael Alberti, en cuyo honor y memoria siguen verdeando algunas arboledas perdidas, salvajes, cerca del litoral. Para algunos entendidos, se incrustan en él algunas de las mejores playas del sur; la de la Calita, o la de Santa Catalina, por ejemplo. La nostalgia de mar de los pueblos blancos es la misma del propio Alberti. Como eternos marineros en tierra, los pueblos andaluces se ponen de puntillas para ver el mar. Algunos lo consiguen, aun a decenas de kilómetros. Otros sienten sólo su respiración, o la sueñan. Mascullando, tal vez, la misma imprecación que Alberti: "¡Qué altos / los balcones de mi casa! / Pero no se ve el mar. / ¡Qué bajos!".
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