Asia a un lado, al otro Europa
Y a su frente Nueva York. El concurso de la Zona Cero se falló el 27 de febrero, y al día siguiente The New York Times dividía ecuánimemente su portada entre la foto de un Daniel Libeskind en éxtasis feliz ante la maqueta de su proyecto y las noticias sobre los preparativos de la guerra en Irak. En ese mismo ejemplar del diario más influyente del mundo, una página de anuncio pagada por un médico y científico norteamericano recordaba el 70º aniversario del incendio del Reichstag, y manifestaba el temor de que el 11-S pudiera provocar un efecto similar: la transformación de una democracia técnica y culturalmente avanzada en un régimen autoritario y belicista. Tres semanas después, la invasión de Irak señalaba un punto de inflexión en la historia contemporánea y abría un océano de desencuentros entre el Gobierno norteamericano, la opinión pública europea y los intereses asiáticos. Es inevitable pensar que el actual desorden del planeta tuvo en la destrucción de las Torres Gemelas su detonante material y simbólico; y es irremediable juzgar la reconstrucción de éstas en el contexto de la belicosa afirmación imperial de Estados Unidos frente a sus viejos socios de Europa y sus nuevos competidores de Asia.
Los 230 metros de la nueva sede de la CCTV, de Rem Koolhaas, harán de ella la construcción más alta de Pekín
El llamado "encargo del siglo" recayó en un judío polaco de ciudadanía norteamericana y residencia berlinesa tras un feroz debate que tuvo en Herbert Muschamp su protagonista más abrasivo: el crítico de arquitectura del NYT juzgó el proyecto de Libeskind demagógico, kitsch y agresivo, "un memorial de guerra para un conflicto que se cierne amenazante", frente al idealismo pacífico de su rival en la recta final, el proyecto del grupo THINK (denominado despectivamente "un par de esqueletos" por Libeskind). En defensa de la propuesta finalmente vencedora se alzó Ada Louise Huxtable, crítica de arquitectura de The Wall Street Journal (un diario que por esas fechas advertía enfáticamente a sus lectores del peligro para Estados Unidos de una Europa mayor y más fuerte), valorando el arcaísmo ritual y conmemorativo del Parque de los Héroes y la Cuña de Luz, los dos elementos públicos de esa "arquitectura de la memoria" cuya presentación pública había suscitado aplausos y lágrimas; Robert Ivy, director de Architectural Record, reclamó que el NYT contratase otro crítico de arquitectura, y Nina Libeskind, la esposa y socia del arquitecto, aseguró que, tras las censuras de Muschamp, "habría liquidado al tipo en el acto". La crítica europea, por su parte, ha considerado el proyecto comercial, superficial y populista; algunos habrían preferido la malla de torres de Eisenman et al.; otros, los monumentales haces del equipo del español Zaera; muchos, las "columnas sin fin" de Foster con Anish Kapoor, un homenaje simultáneo a Fuller y Brancusi; y todos han deplorado la ausencia de Rem Koolhaas, el principal intérprete del espíritu de Manhattan desde su Delirious New York de 1978.
Durante mucho tiempo, el holandés ha sido considerado el mejor representante del "americanismo", la fascinación de las vanguardias europeas por la despreocupada audacia de la construcción americana, que tiene en el rascacielos su manifestación paradigmática. Sin embargo, el autor de S,M,L,XL ha sucumbido también a la pasión por los rusos, desde su fijación juvenil con Leonidov hasta su interés adulto por la tenaz estabilidad durante 75 años del régimen comunista; a la curiosidad por los africanos, singularmente expresada por su exploración de la inventiva espontánea que permite la supervivencia de metrópolis caóticas como Lagos; o al deslumbramiento con la musculosa vitalidad de la costa pacífica de Asia, cuyo crecimiento brutal y vulgar describió con admirada ambigüedad en su trabajo sobre el delta del río de las Perlas. Y ahora es esa misma China hermética y titánica la que le permite intervenir en el debate generado por las propuestas para la Zona Cero con un gran edificio en Pekín, un proyecto de 550.000 metros cuadrados y 600 millones de euros que resultó ganador de un concurso internacional, y cuya importancia emblemática para el coloso asiático es comparable a la del nuevo World Trade Center para los norteamericanos.
Destinado a sede central de la televisión china, y programado para terminarse antes de los Juegos Olímpicos de Pekín en 2008, el primer rascacielos de Koolhaas está formado por una barra que se pliega varias veces hasta cerrarse en un bucle cuyo propósito retórico es el de conectar sin cesuras todos los departamentos de la compañía. Pero, según su autor, esa forma singular obedece también al empeño por reconsiderar el rascacielos tras el 11-S, proyectando edificios "que no remitan simplemente a su altura, y que creen lugares en vez de limitarse a ocuparlos". En su caso, los 230 metros de la nueva sede de la CCTV harán de ella la construcción más alta de Pekín, pero ésta es una circunstancia adjetiva: lo que le permitió imponerse a Toyo Ito, Dominique Perrault, KPF, SOM y varias firmas asiáticas fue lo insólito de su estrategia formal, las dos torres inclinadas unidas por su base y su cabeza para componer una ventana y un dosel gigantescos que servirán de logo para la empresa estatal, y acaso también para los Juegos Olímpicos y la ciudad de Pekín. Tributario de algunos proyectos recientes (las diagramáticas Retaining Bars de Steven Holl en Phoenix o la facetada Max Reinhardt Haus de Peter Eisenman en Berlín) pero también de obras como las madrileñas torres KIO de Philip Johnson (que Koolhaas juzgaba modélicas cuando los arquitectos locales las teníamos sólo por una cruda expresión del declive de la política y la cultura en la época de los Albertos) y de diseños canónicos de la vanguardia como los Apoyanubes de El Lissitzky, el bucle de la CCTV se forra con una red de malla irregular trazada por el ingeniero Cecil Balmond como materialización de los esfuerzos estructurales, y que sin embargo semeja ser tan epidérmica como las retículas diagonales de las fachadas de Libeskind en Nueva York, o como los patrones textiles del mismo Libeskind con Balmond en el Victoria & Albert londinense. Al cabo, Koolhaas suministra en Pekín un espectacular emblema que resume tanto la ambición comunicativa del capitalismo totalitario chino como su empeño en adaptarse a los códigos simbólicos de la economía occidental, y es en la aceptación de esa comercialidad mediática donde residen su lucidez y su cinismo.
Idénticos rasgos intelectuales están presentes en su trabajo para la Comisión Europea, elaborado tras la invitación de su presidente, Romano Prodi, a participar en un grupo de debate. La conciencia de la naturaleza babélica de las instituciones europeas y de la condición utilitaria de su proyecto político movió a Koolhaas a representar el continente como un collage abigarrado de marcas, y a proponer para el mismo una nueva bandera que resultase de fundir las existentes en un código de barras cromático, una brillante síntesis que transmite a la vez la fragmentación de Europa y su cohesión provisional a través de los intereses económicos. Pero esa Europa hedonista y próspera, más kantiana que hobbesiana, y más amante de la seducción del consumo que de la imposición de la identidad, ha entrado en crisis tras el 11-S, y se ha quebrado dramáticamente en los debates del Consejo de Seguridad de la ONU. Junto con otros arquitectos galardonados con el Premio Pritzker, Rem Koolhaas ha sido invitado a participar en un concurso para ampliar la sede de las Naciones Unidas en Nueva York, un edificio mítico de su admirado Wallace Harrison que el idealismo político de la posguerra quiso sede de un gobierno mundial. Sin embargo, también ese pilar de la organización pacífica de un planeta diverso se halla hoy gravemente dañado, y las esperanzas de su regeneración arquitectónica son tan escasas como las de la aceptación plácida de una bandera irónica por parte de un continente dividido e indeciso. No es fácil augurar buenos tiempos para una Europa de Venus cuando el mundo se emplaza bajo el signo de Marte.
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