Voz salvadora y pianos asesinos
Los espectáculos de danza contemporánea con grandes presupuestos han sufrido un cambio sustancial en el último lustro. Se trata de que el dinero invertido se vea y se luzca; es parte de un falso sentido del prestigio y del posible éxito. Por otro lado, no es justo obnubilar al espectador con una parafernalia que la mayoría de las veces poco o nada tiene que ver con la sustancia, con el baile.
El israelí Itzik Galili es un coreógrafo muy limitado en cuanto a creación de movimientos. No puede explorar un vocabulario que conoce mal y de manera fragmentaria, como reconoce su propia biografía; empezó tarde y enseguida triunfó, habiendo pasado antes por las principales agrupaciones de Israel. Pero rigurosamente, sus aportes coréuticos son escasos, lo que no perjudica su intuición y sentido de la performance, y en su quehacer se ve la influencia más que palpable de Naharim.
Galili Dance (Holanda-Israel)
Chronocrazy. Coreografía y texto: Itzik Galili; música: Gene Carl; vestuario: Natasja Lansen; escenografía: Ascon de Nijs; luces: Otto Eggersglüss. Festival Madrid en Danza. Teatro de Madrid. 9 de abril.
Chronocrazy ha recibido buenas críticas allí donde ha ido (se estrenó en 1996, con lo que a Madrid llega relativamente tarde) porque es un buen espectáculo multidisciplinar, que exige de la plantilla de 14 intérpretes buena disposición atlética y algunas nociones de piano.
Los artistas van aporreando siete pianos verticales dispuestos en forma de u o caja alemana, con telones transparentes dorados; la música es una machacona partitura poco elaborada que quiere ser minimalista y es sencillamente pobre, especie de gota malaya donde se cita a Bartók, entre otros. El vestuario también es transparente y quiere tener sus referencias en el alto renacimiento de los abullonados, el oro y el negro. Por estas vías no somos capaces de descubrir un argumento, pues no lo hay. Se oye mucho texto en varias lenguas, que interrumpen la danza pero no aportan entendimiento alguno.
Al final, un hombre y una mujer se interrogan y avanzan hacia la nada, que es realidad de donde vienen. Antes, los 14 esforzados artistas se han tirado cuan largos y de todas maneras posibles sobre un enorme colchón que ocupa toda la escena. Esa obstinación compulsiva crea un ritmo, apunta un deseo de inmolación o de queja, pero no hay apenas una luz, una solución.
Galili juega con ambigüedades que van desde su identidad sexual hasta la naturaleza misma de la obra, que se va abriendo en sucesivas capas de acción. De la gran diagonal del principio (en que se integra y se viste al cantante desnudo como si de un ritual de iniciación se tratara) se pasa a los dúos y los cuartetos para llegar a una asunción coral y previsible. No hay demasiadas emociones y la danza palidece bajo otros efectos.
El momento de mayor lirismo y la escena más conseguida es la que está a cargo de los dos verdaderos músicos que intervienen en Chronocracy: el violinista Amit Younger y el tenor Stephen Shropshire, que son capaces también de bailar. En las notas al programa se dice que la pieza vocal está compuesta en origen para un contratenor, pero el que canta es propiamente un tenor ligero. El efecto hubiera sido muy distinto.
Shropshire es un superdotado: al cantar acaricia el espacio en derredor de su elástica figura, lo imanta con su voz, que evoca en ternura y estabilidad a la del legendario Richard Conrad. Su aria y su aire al moverse salvan la noche.
Babelia
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