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Columna
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La guerra de la m.

En el lenguaje, el orden de los factores no sólo altera el producto, sino que a menudo lo hace de manera radical. Así, "libertad de expresión" no es calco - ni en el fondo ni en la práctica- de "expresión de libertad". En el desajuste, en el hueco de matices entre ambos enunciados se cuelan muchos dramas personales y colectivos, muchos de nuestros dramas. Y en la superación, en el cierre de ese hueco podrían concretarse, por lo tanto, muchos de los fundamentos de una convivencia auténticamente democrática y civilizada. Del mismo modo, tampoco la expresión "las mujeres de la guerra" recoge el valor y el sentido de "la guerra de las mujeres".

La actualidad se ha convertido en una sucesión -a veces ni siquiera sucesión, sino atropello- de partes bélicos, en los que se intenta expresar el horror representando lo horrible. Y para esa representación se acude a lo de siempre, a la conflictiva fórmula de "las mujeres y los niños primero". Las noticias que nos llegan del frente de Irak están, así, sembradas de "víctimas inocentes" - expresión que detesto porque o es redundante o es obscena-, de "mujeres y niños" primero heridos o asesinados, y después rentabilizados.

Quiero decir, utilizados, usados no en su propio interés sino en el de la causa que los cuenta y los invoca. Y quisiera recordar ahora que durante años los talibanes aplicaron en Afganistán una monstruosa discriminación de género, que a nadie importó ni movió hasta que hubo que justificar la guerra y el cambio de régimen en Kabul. Entonces sí, los telediarios se llenaron de burkas, los discursos de rasgadas vestiduras, de enunciados solidarios, firmemente decididos a acabar con la barbarie discriminatoria. Parecía que la guerra era por ellas. Pero hoy las afganas viven más o menos igual, como las nigerianas y las sudanesas -y la lista es planetaria y nos alcanza-, desposeídas, mutiladas, maltratadas, condenadas a la reclusión, la ignorancia, la desigualdad radical; sin que nadie acuda y responda contundente, concluyentemente.

El que se utilice a las mujeres como coartada a favor o incluso en contra de una guerra me indigna como mujer y como persona; y en los mismos planos de identidad me hiere. Porque nunca es verdad. Porque la verdadera guerra de las mujeres, que persigue su igualdad, su autodeterminación, su libertad de expresión, su bienestar; esa lucha que es justa e incruenta y sólo tiene beneficios colaterales es la única que los hombres nunca han hecho, ni intentado justificar, ni defendido con todos los medios, los principios, las estrategias del mundo. Con todo su poder.

Esa lucha sigue siendo mayormente la nuestra -y ahora hablo desde mi identidad femenina-, nuestra competencia, nuestra diferencia y nuestra cruz. En el mundo no sólo la riqueza se reparte de un modo extremadamente desigual, también la pobreza. En el mundo las más pobres son las mujeres. Aquí también. Los datos son oficiales, es decir, notorios: el número de mujeres que sufre pobreza grave en nuestra sociedad duplica el de los hombres. Igual que el número de desempleadas o de contratadas en precario. En todo el mundo las mujeres son víctimas de agresiones sexistas, de violencia de género. También aquí se registran miles de denuncias por malos tratos cada año; y al menos una mujer cada semana es asesinada en su entorno familiar -la última en Valencia, ayer mismo-. En todos los países las mujeres cobran menos por trabajar igual. En el nuestro, la pérdida salarial femenina por el mismo trabajo alcanza el 30% de media.

Esta es la única guerra que merece, a mi juicio, titulares en femenino. La guerra de las m. Que seguirá -desastrosa e infamante para la humanidad- mientras esa m. sólo signifique mujeres y no mayoría. Opinión pública mayoritaria y pacifista, es decir, activamente partidaria de la igualdad genérica, general.

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