El orinal de Proust
Vaya por delante que este escritor tiene miedo a viajar, pero alimenta su fantasía con una escapada a Islandia para sentirse en Venus, tumbado y mirando al cielo. Quizá invierta en ese sueño parte de ese Premio Azorín que le acaba de ser concedido por su novela Dios se ha ido .
Aunque sus viajes estén marcados por el signo de la desazón, ¿comparte con nosotros algún relato viajero?
Hace 20 años viajé a Francia con un grupo de amigos, aspirantes todos a escritores. Conducía un 2CV que perdía gasolina. Me pasaban hasta los caracoles cojos. Nuestro destino era el pueblecito de Illiers-Combray, a unos 110 kilómetros de París. El lugar donde creció Marcel Proust, nuestro referente de la novela.
Motivación culto-mitómana, pues.
Eso. Llegamos a la casa donde vivió y la recorrimos. "El saloncito donde leía, el patio donde jugaba, la cocina donde desayunaba las famosas magdalenas", recitaba la guía. Y justo en la cocina algo se desmoronó en mi alma de escritor. Era la cocina de una casa de burguesía venida a menos. Pero el remate vino en el dormitorio.
No me tenga en vilo.
De la cama sobresalía un objeto: ¡el orinal! Y pregunté a nuestra guía: ¿ahí hacía pis Marcel? Y ella asintió. Me sentí transportado por una mezcla de ternura y sumisión. Fue un choque desmitificador que ha hecho que desde entonces ponga las cosas en su sitio.
Tras el baño de realidad proustiana, digo yo que se daría una vueltecita por París.
Claro, y recuerdo que nos alojamos en un hotel modesto. Mientras mis amigos se acicalaban, yo me dediqué a atisbar por la mirilla del cuarto, y vi a una limpiadora india con la melena por el culo. Ignorante de que la observaba un psicópata, inclinó la cabeza sobre la ropa de cama limpia y se sacudió la caspa. Pensé que era su forma de vengarse por ser pobre.
Qué imagen tan novelesca.
Sí, la verdad que no la he utilizado nunca para una novela; tengo anécdotas viajeras sobre las que podría escribir. En un viaje de escritores y críticos a Bogotá coincidimos en el hotel con Miss Universo, una venezolana de 1,90. Estaba rodeada de guardaespaldas y en el tumulto me arrastraron al mismo ascensor que ella. Íbamos como sardinas en escabeche cuando vi que entre teta y teta estaba ¡el crítico literario Miguel García Posada!, que no sabía dónde mirar.
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