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A PIE DE PÁGINA

Ohey Silver

A Zé Francisco

Scott Fitzgerald opinaba que no se puede hacer la biografía de un escritor porque en uno solo hay muchos. Hoy, 16 de enero de 2003, ¿cuál de ellos soy? Me apetece pensar que el más joven que llevo dentro, yo que evito los espejos: no me parezco al que está ahí. El que coleccionaba capicúas y tenía la certeza de que nunca iba a morir: la resurrección de la carne venía antes. No iba a morir pero la oscuridad lo asustaba, a pesar de ser íntimo de Flash Gordon y Mandrake, y en el tranvía para el instituto lo confundían, casi siempre, con Cisco Kid. Un día, a la altura de Sete Rios, una vieja entre veinte y cuarenta años colocó su mano sobre la mía, en la barra, y me arrimó el muslo a la cintura: sigo recordando su perfume de verbena y me siento tan complacido: el muslo todo el tiempo haciendo presión y relajándose, sus dedos despacito en los míos. No me moví. De pura felicidad juro que no me moví. Bajé en Calhariz, no volví a verla, pero su calor continúa. Tal vez no lo destinaba a mí, lo destinaba a Cisco Kid. Durante semanas rondé Calhariz con la esperanza de encontrarla en una ventana de planta baja, casi tan guapa como las actrices de cine, llamándome. Por si me tomaba por Cisco Kid ensayé la sonrisa de éste en casa y de vez en cuando, contemplando los edificios, decía

Aquellos dedos. Aquel muslo. Aquel perfume. Y yo con pantalones cortos

-Ohey Silver

(mi caballo)

en voz muy baja. Sólo me faltaban el bigote y las botas de montar y, aun estando yo casi completo, ni asomo de la actriz de cine. Hasta hoy. Dicen que el tiempo cura la añoranza: puedo asegurar que no es cierto. Aquellos dedos. Aquel muslo. Aquel perfume. Y yo con pantalones cortos

-Ohey Silver

buscándola. Otro de mis yoes, el solemne, el convencido, cree que hice un papelón. Pido permiso

(a ese yo hay que pedirle permiso)

pero disiento. Le doy la espalda y disiento mientras ordeno, sobre la colcha de la cama, mi colección de capicúas. A ese yo, el solemne, el convencido, le gusta todo lo que a mí no me gusta: comida francesa, corbatas, música del Magreb, personas con ideas vehementes, mientras que yo prefiero los buñuelos de bacalao, el lazo de John Wayne que él no me permite usar, Jim Morrison y mujeres cantantes con el ombligo al aire, con lentejuelas en el pelo, que me tratan de ay hijo: lamentablemente ninguna usa perfume de verbena. Hoy, 16 de enero de 2003, debería haberme puesto el sombrero de Cisco Kid para escribir esto, con Silver relinchándome pistas por encima del hombro, pero estoy solo, con los huesos helados, con la cremallera del suéter subida hasta el cuello. Los capicúas se han ido, los pantalones cortos se han ido, las canicas se han ido y sin embargo Calhariz continúa: marcos de aluminio en las ventanas y persianas coquetas. Y nadie que coloque su mano sobre la mía, cosa a la que los otros yoes, la mayoría crecidos, autosuficientes, no le dan importancia. Uno que anda por los 18 años se interesa un poco por mí. Pregunta, paternal

-¿Qué pasa, chico?

me invita a jugar a la pelota en el pasillo de la casa

(como es mayor que yo me gana siempre)

pero enseguida se pone serio, no se mueve, informa

-Creo que voy a comenzar una novela

y se encierra en la habitación, rodeado de libros en lenguas extranjeras. A la mañana siguiente lo encuentro con la novela en la basura y él, quejicoso, untando el pan con mantequilla

-No servía.

En su opinión no sirve nada de lo que hace, el yo de 30 años, que hizo el servicio militar en África, y a quien le enternece el de 18, argumenta

-No es del todo así

el de 18 se enfurece

-No tengo ningún talento

y le cierra la puerta en la cara. El de la comida francesa y las corbatas menea la cabeza disgustado con los dos y se sumerge en un libro llamado Repensar la izquierda. Cuando va a la peluquería pide que le corten los pelos de la nariz. La mayor parte de los otros yoes nunca lo vieron, o lo vieron montones de veces en lo que él llama restaurantes simpáticos, acompañado por las susodichas personas vehementes. Son siempre ellas las que hablan. La manera en que deja caer la tarjeta de crédito encima de la cuenta me irrita. Y a la salida le da un apretón de manos al gerente que siempre lo trata de don. La vehemente de servicio no le da un apretón de manos a nadie: ni la mano de él ni la de ella tienen nada que ver con la mano del tranvía de Calhariz, con una tirita en el meñique: una tirita y un reloj barato en la muñeca, o sea una mujer en serio. Tiene menos arrugas que las vehementes en las comisuras de los párpados y seguro que no sabe ni jota de restaurantes simpáticos.

La cuestión es que fue ésa la que me quedó, ésa la que Cisco Kid, tan entendido en mujeres, prefiere, la única que Silver

-Ohey Silver

admitiría que lo montase. Las vehementes se amargan entre revistas de moda y Wittgenstein, observan a las cantantes del ay hijo con una sorpresa horrorizada, hablan por párrafos como los manuales de Geografía y tiran las revistas de golf del yo solemne al asiento trasero del coche. No tienen menstruación: informan con un tono casual

-Estoy con el periodo

en el tono en el que lo harían Julio César o Carlomagno, que siempre están acotados por algún periodo. De modo que el yo solemne se queda en la sala cambiando el televisor de canal y pensando, tal vez, en los tranvías de Calhariz, con ganas de que una vieja de veinte o cuarenta años le arrime el muslo a la cintura. Acaso tenga idea de quién es Cisco Kid. Y seguro que la tiene, la pena es que no se permita gritar

-Ohey Silver

y salir, al galope, al encuentro de la vida.

Traducción de Mario Merlino.

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