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¿Quiénes son los nuestros?

Francesc de Carreras

Hace unos días un amigo me preguntó: ¿no desearás, supongo, que Irak gane la guerra? Me quedé algo desconcertado y le contesté con alguna evasiva. La pregunta, sin embargo, siguió rondándome por la cabeza durante algunos días. Ahora ya tengo la respuesta: sí, sin duda, desearía que la guerra la ganara Irak. Intentaré, en este artículo, explicar mis razones.

Para ello no hace falta insistir en los motivos alegados para el ataque que no han convencido a la opinión pública: guerra de liberación, Sadam como peligro inmediato para la paz mundial, legítima defensa frente al terrorismo. Desde Chomsky hasta el Papa, pasando por una variadísima gama en la que se mezclan desde actrices y actores de Hollywood hasta viejos dirigentes del PP, se ha producido un raro frente de rechazo que se ha expresado en espectaculares manifestaciones públicas. La guerra no era necesaria.

Tampoco es preciso especular sobre las verdaderas razones para impulsarla: petróleo, nuevo orden en la zona, nuevo orden internacional, desprestigio de la ONU, división de la Unión Europea, supremacía del dólar frente al euro, necesidades de la industria armamentística, crisis económica mundial, etcétera. Supongo que hay de todo un poco, que son los intereses y no los valores aquello que la motiva, pero para mi finalidad no hace falta entrar en ello.

Mi argumentación parte de un hecho incontrovertible que simplemente hay que constatar porque las normas están escritas y el contraste de los hechos con las mismas no ofrece lugar a dudas: se trata de una guerra ilegal, tanto por el fondo como por la forma, contraria al derecho internacional en su conjunto y claramente prohibida por la Carta de la ONU.

Jurídicamente, la actual invasión y ataque a Irak es una "guerra de agresión", de acuerdo con la Resolución 3.314, de 1974, de la Asamblea General de Naciones Unidas, que establece la "definición de agresión". La actuación de las tropas norteamericanas, británicas y australianas encaja exactamente en el concepto de agresión que figura en los artículos 1, 2 y 3 de ese texto. Además, el artículo 3 prevé, en un inciso, que un acto será considerado de agresión "independientemente de que haya o no declaración de guerra". El artículo 5.2 añade: "Ninguna adquisición territorial o ventaja especial resultante de una agresión es lícita ni será reconocida como tal".

Por tanto, estamos ante una agresión, ante un crimen contra la paz que da origen a responsabilidad internacional y del cual el agresor no debe sacar ventaja alguna. Los planes de posguerra, el botín que ya se está repartiendo, si se cumplen dará lugar a actuaciones ilegales.

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Pues bien, si esta es la calificación jurídica de esta guerra, ¿podemos desde nuestros valores democráticos estar a favor de un acto de agresión internacional que, además, no es un acto cualquiera, sino una devastadora acción militar que previsiblemente destruirá un país y ya está causando miles de víctimas, muchas de ellas civiles y, entre éstas, ancianos, mujeres y niños? El dilema de estar a favor de un bando o de otro es muy simple: hay que estar con los agresores o con los agredidos. El agredido, claramente, es Irak. Los agresores son los Estados que han aportado tropas para el ataque ilegal.

Desde Erasmo de Rotterdam, por lo menos, en Occidente hemos ido construyendo trabajosamente lo que quizá es el más grande invento de la modernidad: el Estado democrático de derecho, basado en los valores de libertad e igualdad de los ciudadanos. Desde 1945, también por lo menos, tras dos sangrientas guerras mundiales, empezamos a construir un orden jurídico internacional en torno a los mismos valores, el cual pivotaba sobre Naciones Unidas, que acoge a representantes de Estados de todo el mundo. Ciertamente, estábamos -estamos todavía- en los comienzos de esta nueva era internacional y hemos comprobado repetidas veces que la eficacia de la ONU es muy imperfecta. Pero es mejor que nada. Pues bien, quienes han desencadenado esta guerra de agresión no tienen reparo en decir que este orden internacional hay que cambiarlo y que el pivote sobre el cual debe construirse el nuevo orden es Estados Unidos. Igual decían hace dos siglos los absolutistas frente a los liberales. El Rey Sol se ha transformado ahora en Estado Sol: todo debe girar a su alrededor.

La razón última que seguramente utilizará mi amigo para argumentar que, a pesar de todo, hay que desear que la guerra la ganen Estados Unidos y el Reino Unido es que estos países son de los nuestros. Argumento falaz: por cultura, tradición histórica, religión, valores sociales y otras muchas cosas, los pueblos norteamericano y británico son, efectivamente, de los nuestros. Pero las guerras no las declaran los pueblos, sino sus gobernantes.

George W. Bush y su camarilla no son de los nuestros. Son un grupo de nacionalistas fanáticos de extrema derecha, fundamentalistas religiosos que mezclan groseramente ideas y negocios, y poco tienen que ver con la tradición liberal y democrática norteamericana de Franklin, Jefferson, Holmes, Dewey, Wilson, Galbraith o Rawls. O el mismo Schlesinger, que hace dos días escribía un artículo contra la guerra en estas páginas. Como tampoco tenían nada que ver Goethe, Kant, Marx, Freud o Popper con Hitler y los suyos. Los nuestros los escogemos, en todo caso, por sus principios y valores, no por pertenecer a una determinada tribu. Bush, Cheney, Rumsfeld, Wolfowitz, Crisol, Perle, Kagan y la secta de los cristianos renacidos -es decir, los que han iniciado esta guerra- no son de los nuestros. Y si no los frenamos ahora -como decía El Roto, nuestro gran filósofo, el martes pasado-, tras la guerra querrán liberar también a Irán, Siria, Corea, Francia, Mercurio, Júpiter y Plutón. También para evitar mayores catástrofes es necesario que pierdan esta guerra.

Por fin, se me dirá, ¿es el régimen de Irak de los nuestros? Tampoco. Pero en esta guerra es el agredido. Por eso, porque es necesario que la legalidad internacional salga ganando, estoy a su favor.

Francesc de Carreras es catedrático de Derecho Constitucional de la UA.

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