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Columna
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América contra América

Hoy se cumplen 50 años de la primera botella de Coca- Cola producida en España. Debía de ser en 1953 cuando, una tarde de verano, en Calella de Palafrugell -un pueblo de pescadores que no tenía nada que ver con el monstruo urbanístico de hoy-, alguien me animó a probar aquel mejunje: lo último de lo último. Yo tenía nueve años y estaba acostumbrada al agua por las buenas, o, como mucho, a una insufrible gaseosa o a una no menos repugnante mezcla de agua con litines, una falsa y casi salada bebida burbujeante. La nueva bebida norteamericana era de un sospechoso color marrón, y el único elemento amigo que encontré en ella fue una corteza de limón. En fin, no me gustó nada.

Cincuenta años después, como millones de personas en todo el mundo, no sólo me he acostumbrado a la Coca-Cola, sino que me parece un refresco tan estimulante como banal. 50 años después, el mundo es otro y en España hemos consumido 45.000 millones de litros de Coca-Cola con placer: nuestro paladar también es otro, un poco más norteamericano quizá, aunque la bebida, desde siempre, se fabricó en España. Hoy da empleo a 6.000 españoles y el pasado año facturó 2.400 millones de euros; un buen pellizco que sólo significa el 26% del mercado español. La Coca-Cola fue otro de aquellos invasores ocultos, y fue mi generación quien la ha hecho llegar hasta aquí.

Claro que eran tiempos en que los norteamericanos, a todas luces, parecían ser los más listos del planeta. Sus películas, sus estrellas, su música, sus modas, sus plásticos, sus bebidas y su modo de vida encandilaban a todos los españoles que anhelaban una forma más cómoda y menos dramática de vivir. Eisenhower bendecía a Franco, ciertamente, pero aquella gente ofrecía salidas más o menos sencillas a las dificultades de la vida diaria y también, ensoñaciones como el cine o la Coca-Cola, tan diferentes a la adusta sensibilidad del régimen. Aquella era una penetración norteamericana cultural sutil y amable que encarnaba el progreso: simplicidad, dinamismo y, por qué no, alegría frente a los eternos y dramáticos nubarrones españoles de siempre. La Coca-Cola de aquellos años cincuenta y sesenta fue ese símbolo del easy going de lo moderno que proponía una vida cómoda y convenientemente igualitaria. Era el momento dulce de un consumo que representaba un sueño posible: el acceso popular a un bienestar material compartido. EE UU simbolizaba eso: mejor vida para todos, para lo cual bastaba con convertirse en cliente, en consumidor.

Medio siglo después es duro comprobar que aquella gente dedicada a hacer clientes en todas partes ha cambiado hasta el punto de que se dedica a aniquilar a posibles nuevos clientes. Ver a aquella gente, entonces entregada a buscar interesadamente amigos que compraran sus baratijas, su progreso, su orden cotidiano, sus símbolos amistosos y con ellos sus ideas, hoy convertida en azote de los mismos intereses que conquistaron al mundo, es todo un cambio. Tal vez el capitalismo de Estados Unidos se combate a sí mismo en Irak. La guerra de hoy, con sus muertos y su dolor, llega tras otras guerras norteamericanas, tras otras incursiones en lo más oscuro del alma norteamericana y de su afán por controlar el mundo. Pero lo que sí muestra es que los norteamericanos están, seguramente, en guerra contra ellos mismos. ¿Qué habría sucedido si esos cientos de miles de millones de dólares que hoy gastan en hacer enemigos los hubieran utilizado en hacer amigos, o incluso, clientes? ¿No hubiera sido todo más fácil, incluso para ellos? Quien ofrece hoy una Coca-Cola en Irak es un suicida en potencia. Y el éxito amistoso de una bebida -de sabor desagradable según la recuerdo en aquella primera vez- puede transformarse en una invitación al odio. Esto son, sobre todo, las guerras: un cortocircuito a la inteligencia. El desprestigio de EE UU llega por ese camino. Ya no son los más listos.

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