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Columna
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El señorito

El señorito llegaba al café después de haber almorzado en casa, avanzaba por las mesas circulares de madera hasta el rincón del fondo donde se organizaba la tertulia, y es innegable que concitaba la curiosidad de los parroquianos, pues muchos asiduos del local, aunque ya hubieran coincidido con él en este mismo sitio, creían verlo por primera vez y tendían la mano para saludarlo, tomarle del brazo o palmear su espalda; y otros, que le reconocían por sus apariciones en algún mitin electoral y en las fotos de los periódicos, estaban fascinados de sentirlo tan próximo y, como se dice con llaneza, de cuerpo presente.

La escena ocurría en aquel café situado en la esquina de la calle de Víctor Hugo con Infantas que lindaba con la plaza de Juan Eduardo Zúñiga que antes se llamó de Vázquez de Mella. Se hallaba, pues, en las inmediaciones del primer tramo de la Gran Vía -ese que arranca en la iglesia de San José de la calle de Alcalá-, a espaldas del establecimiento de Perico Chicote. Una zona céntrica, bien comunicada por superficie y bajo tierra, y de la que no es superfluo ofrecer estos datos aunque sean de dominio público, porque como el local fue traspasado y otro comercio lo sustituyó, no debe quedar su evocación a expensas de la memoria arbitraria.

Esa memoria tendenciosa desgrana una lista de militares y políticos entre los que este señorito pudo escoger, en su ardorosa juventud, un modelo de conducta. Los antecedentes familiares y los manuales de historia de España interpretados por algún maestro ágrafo contribuirían a forjar el prototipo. Adaptarse a él, cuando se viene de una buena cuna, no exige un esfuerzo especial. En sus reuniones de sobremesa en este enclave capitalino del café, nuestro señorito calibraría la solidez del proyecto que construía y las adhesiones que despertaba.

La memoria selectiva le retrata joven, delgado y presumido, con el cabello negro peinado a la española y de caricatura fácil por su gran bigote, único detalle de un rostro sin relieve. Acaso porque estos signos físicos -y su estatura mediana- le alejaban de sus objetivos de grandeza, o para marcar distancias con el plebeyo, se comportaba con acritud: escatimaba la sonrisa y le costaba reír, y en eso se notaba que, pese a ser señorito, no había nacido en la capital. Le faltaba esa pimienta que proporciona Madrid, esa simpatía a raudales, por usar el modismo, con que estos ambiciosos se desenvuelven.

Y es que él no era alegre, sino soso y rígido, quizá por proceder de la vieja Castilla, que, según el tópico, hace a sus hombres y los desgasta. De ahí que para suplir esta aspereza de trato usase otros recursos con los que acumular poder y atraer clientela, a la manera de sus antepasados ilustres. Impresionaba a los contertulios esa adustez mal disimulada, esa agresividad reprimida en aras de futuros e ignorados logros. Seguramente no tenía nada que ocultar, pero, con su gran timidez, parecía esconder algo. Altivo y desentendido, se sentaba en la mesa de la tertulia, levantaba la ceja para convocar al limpia, y mientras soportaba con displicencia al contertulio cobista y al camarero obsequioso, descapullaba el cigarro puro.

No se tragaba el humo, carecía de conversación y no sobresalía contando chistes, pero había que celebrárselos porque intimidaba. Al principio no entendimos por qué nos suscitaba ese recelo difuso, tan diferente del respeto. Fueron hechos posteriores los que nos revelaron el motivo de sus silencios taimados, preparatorios -ahora lo comprendemos- de cuanto nuestra ingenuidad nos impidio intuir. Cabía suponer que no le iba a temblar el pulso al aceptar unos desafíos que nadie le había pedido y que le dejaron solo -aunque con el cerril apoyo de su policía- frente a la irritación general. Pero nos faltaba la confirmación del golpe de mano, esa palmada sobre la mesa con la que el señorito zanja los escrúpulos del pusilánime y tira por la calle de en medio poniéndose el mundo por montera, al ritmo del pasodoble que le aúpa al primer plano de la fama con la guapeza del matón.

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Lo recuerdo envanecido por las espirales de su habano y escorada la cabeza hacia los que corrían con el gasto de la charla. Un día, surgió de su silencio con la sonrisa a media asta y, entornando las pestañas, expuso la jugada maestra de su cráneo privilegiado: quien da un golpe de Estado internacional, ¿a qué espera para darlo en su país? Y, al oírlo, nos sacudió un escalofrío, porque su voz, matizada por el humo, heredaba el amaneramiento inolvidable del que durante demasiados años actuó entre nosotros como centinela de Occidente.

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