El periodo más negro de la historia de los árabes
Ser árabe hoy es ante todo un orgullo, el de estar vinculado a una inmensa tradición intelectual y creadora. Pero también es una congoja relacionada con la sensación de declive, de malestar, de terrible fracaso. En efecto, ¿cómo no estar impresionado por la diferencia entre lo que fue la civilización árabe en su apogeo y el desierto cultural actual?
Un informe del PNUD (Programa de Naciones Unidas para el Desarrollo) publicado en 2002 aporta una imagen terrible sobre este aspecto. En el mundo árabe, el analfabetismo afecta al 50% de las mujeres. En esta parte del mundo, sólo se traducen 330 libros al año, tres veces menos que en Grecia. Y el producto interior bruto (PIB) de todos los países árabes (incluidos los productores de petróleo) es inferior al PIB de España. Al desierto cultural se añade la escasez en la producción material.
En la actualidad no hay ninguna verdadera participación de los países árabes en las grandes aventuras del espíritu o en las bellas invenciones de objetos y signos. Claro está, el mundo árabe es capaz de engendrar individuos brillantes que, en Europa y en América, en los organismos de investigación, reflexionan tanto sobre su propia historia como sobre aquellos temas que agitan al mundo. Otros participan en la producción de artefactos en los talleres y estudios de Occidente. Pero tanto los unos como los otros lo hacen desde el exilio de la lengua y del cuerpo. Muy a menudo, la excelencia árabe se ejerce en la diáspora.
De Marruecos a Irak, en el inicio de este siglo XXI no existe ninguna institución de investigación digna de este nombre. No veo nada que pueda estimular una adaptación profunda del mundo árabe a nuestro tiempo. Por sí solo, Irak contaba con verdaderos laboratorios de investigación. Ya sabemos qué ha ocurrido allí: la orientación militar-industrial de un régimen belicoso y hegemónico ha traído consigo pura y simplemente la destrucción del país.
Un análisis de este tipo empieza a tener lugar en los propios países árabes. El príncipe Abdallá, heredero del trono saudí, que dirige de facto el país, se expresaba en esencia de este modo ante sus homólogos durante una reunión anual en la que se reunieron los jefes de Estado de los países de la península Arábiga (era en otoño de 2001, inmediatamente después del 11 de septiembre): contamos con el número, con un vasto territorio y con dinero. ¿Por qué entonces tenemos tan poco poder? ¿Por qué no disponemos de los medios para influir en el destino político de nuestra región? ¿Cómo no imputar esta situación catastrófica a los regímenes políticos que causan estragos en el mundo árabe: el despotismo, la tiranía y la ausencia de libertades elementales? Y para el caso de Arabia Saudí es necesario recordar el lugar que ocupan los predicadores fanáticos. Con su influencia se plantea una cuestión que es imposible ocultar: ciertamente no es una casualidad que el instigador de los atentados del 11 de septiembre de 2001 sea un saudí, al igual que 15 de los ejecutores.
Recordemos que la monarquía saudí se apoya en el wahabismo, es decir, una visión sumamente esquemática y rígida del islam. Este monoteísmo radical anula todas las formas de interrogación que humanizan el terror a lo Absoluto. En esta versión de la religión musulmana, Dios está ausente, es desconocido, incognoscible, reducido a una abstracción esterilizante. Así, toda experiencia interior está prohibida; toda intercesión, abolida. Por tanto, ya no hay lugar para disfrutar del esplendor inquieto legado por los maestros espirituales. Tampoco se concede legitimidad alguna a la energía popular que se expresa a través de la teatralidad dionisiaca del culto a los santos. Todo lo que nutre el trabajo de los antropólogos se ve afectado por el ostracismo. Y la riqueza de las tradiciones vernáculas desaparece ante la uniformización que impone una doctrina que sólo conserva de la religión el culto; la norma impone ajustarse a ella, lo que establece una sofocante censura social. El wahabismo probablemente sea la interpretación más pobre que jamás haya conocido la historia teológica y doctrinal del islam. En la perspectiva que traza, toda actividad humana necesaria para construir y alimentar lo imaginario y lo simbólico, todo lo que afecta a la creación artística o literaria, aparece como una vanidad, incluso una diversión en relación con las prescripciones culturales. Este rigor de la "ortopraxia" instaura una negación de la civilización.
Pero dejemos ahí al islam. Volvámonos hacia el arabismo, que es una idea laica. ¿Qué queda hoy de la gran idea de la nación árabe que, a finales del siglo XIX, fue tan prometedora que no se dudó en bautizarla como "despertar, resurrección y renacimiento árabe"? Por lo demás, hay que señalar que un gran número de los promotores de este "arabismo" eran cristianos. Para ellos, era una forma de situar a la nación en primer plano para evitar que la religión fuera el principio fundador de la identidad. Sabemos que el arabismo conoció un fracaso rotundo. Porque los políticos que lo adoptaron pensaban que, para tener éxito, bastaba con ser populista y dominar la invocación mágica. Y la idea "árabe" aparece como un dato: es lo que la convierte en una falsa evidencia, una trampa para la ideología ingenua y militante carente de técnica y de cultura políticas. Porque, como explicó Ernest Renan en su conferencia ¿Qué es una nación?, pronunciada en 1882, la comunidad lingüística, la continuidad geográfica, el hecho de compartir una historia, la homogeneidad étnica, la pertenencia religiosa, todas estas condiciones no son suficientes para constituir una nación. Lo que cuenta más es una voluntad política que concretice el deseo de compartir un destino común. Pero la verdadera voluntad política se había expresado a través de entidades ya formadas que encontraron su confirmación adaptándose a las estructuras del Estado-nación. Como la lengua y la historia no lograron aglutinar, el escenario volvió a quedar vacante y dispuesto a recibir la utopía de una comunidad basada en la religión.
Otro fracaso: el de la modernización. La colonización y el imperialismo burgués tienen parte de responsabilidad en ello. Los europeos no tenían ninguna prisa en que se creara en su puerta una potencia económica rival.
Cuando, a finales del siglo XIX, algunos profesores e ingenieros en Egipto quisieron proseguir la obra de sus dominadores mejorando la traducción de manuales científicos, sobre todo franceses, tuvieron que vérselas con las autoridades del protectorado británico. Éstas decidieron prohibir la enseñanza de las ciencias en árabe e imponer la lengua inglesa. Debido a esto, el proceso de modernización de la lengua científica árabe fue interrumpido cuando había partido de las premisas llevadas por algunas nociones "medievales" llenas de virtualidades adaptables al nuevo espíritu científico.
En las tentativas abortadas de modernización pudo influir la fascinación por la técnica de la que se pensó que podía imitar los productos sin pretender remontarse a los conceptos y a las especulaciones teóricas que los hicieron posibles. El objeto separado de la idea que lo hizo nacer sólo podía fracasar. Se pensaba que se podían reproducir los nuevos bienes materiales permaneciendo fieles al espíritu conservador de su cultura religiosa. Ésta tenía horror a toda forma de innovación, considerada perjudicial para el espíritu de la tradición y su pureza original.
Así pues, ¿cómo ser árabe hoy? Personalmente, mantengo mis referencias árabes como huellas, no como un origen a restablecer. Toda mi vida y toda mi obra están construidas sobre la separación y el cruce existentes entre mi doble genealogía espiritual, árabe y europea. Escribo en francés y estoy habitado por la lengua árabe. La hago trabajar en francés. En el mundo de la barahúnda y de la circulación que está construyéndose, en esta cultura mundial que se establece, aporto lo que soy, lo que poseo como propio y lo que sé. Una de mis razones de ser es integrar la referencia árabe, transmitirla, ofrecerle la oportunidad de actuar y de fecundar toda obra dispuesta a acogerla.
Una ocasión para acordarse de que esta huella árabe es portadora de una lengua y una civilización magníficas. Existen más de cuatro millones de manuscritos árabes (hay 60.000 en griego y 400.000 en latín). Muchos de estos manuscritos no son ni estudiados ni publicados; hay allí con qué alimentar a generaciones de investigadores, poetas y pensadores interesados por lo antiguo en medio de la ultramodernidad de sus proyectos. Porque, como los de los griegos y los latinos, los escritos de los antiguos árabes conservan, cuando se los frecuenta con asiduidad, una extraordinaria fuerza de actualización. Estos árabes antiguos figuran entre los muertos con los que no dejo de relacionarme.
En cuanto a los escritores actuales en lengua árabe, muy a menudo siento un gran malestar cuando los leo: veo en sus tentativas una amnesia de la tradición y, al mismo tiempo, un sucedáneo occidental. Nada subsiste de esta relación con los muertos y ninguna aventura abre caminos inexplorados. Por supuesto, varios escritores son traducidos a numerosos idiomas y participan en la actividad habitual de las letras mundiales. Pero si tomo el caso de la novela, no veo que ninguna prosa iguale la que recorre el más antiguo testimonio escrito de las Mil y una noches, tal como aparecía a través del manuscrito del siglo XIV conservado en la Biblioteca Nacional. Y no hallo ningún Proust o Joyce, ni un Faulkner o un Kafka.
Pero el mundo árabe, más allá de la situación actual tan sombría, conserva un potencial enorme: las mujeres y los hombres, un inmenso territorio, una lengua y una civilización de gran riqueza. Quedan por encontrar los requisitos políticos previos y los resortes intelectuales para transformarlos en futuro.
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