La agonía y el éxtasis de una maratón
Llega un momento en el que todo te da igual. Es como la pájara en el ciclismo. Pero en la maratón la conocemos con otro nombre: la pared. Y ese muro siempre se presenta poco después del kilómetro treinta. Los músculos se han quedado sin glucógeno y tu cuerpo se sume en una agonía profunda. Un grito de ánimo, un niño que ofrece un caramelo en su mano abierta, cualquier estímulo psicológico, te hace despertar. Y te das cuenta de que has atravesado la pared, de que vuelas hacia el kilómetro 42. Bajo la pancarta de llegada, ya en la meta, el corredor conoce el éxtasis. Ha valido la pena el esfuerzo.
"Así es que durante treinta años he vivido como correspondía, es decir, apartado de toda actividad atlética. Durante ese tiempo fumé, comí y bebí cuanto quise, acumulé veinte kilos de estúpida grasa y conseguí ser un perfecto ciudadano sedentario, candidato de alto riesgo al infarto de miocardio". Esta es la razón de un psiquiatra, Juan Alcaraz, que puede ser la de muchos otros corredores, por la que intentó, ya hace cuatro años, la aventura de la maratón. Luego hay otras excusas por las que se acepta voluntariamente vivir la agonía y el extásis de una maratón. El ver que cuantos más años pasan, en mejor forma física se está puede ser una razón convincente. No hay que irse a los casos de Oestbye, un vegetariano sueco que a los 55 años logró la segunda mejor marca de su vida, 2.26.35, o al del estadounidense Davies, que a los 64 estableció su mejor marca, 2.42.44. El que con la madurez la progresión en la maratón no se interrumpa, denota que la forma física de uno mejora sin pararse a mirar el carnet de identidad, precisamente cuando, físicamente, nuestros compañeros sedentarios iniciaron la cuesta abajo. Un repaso a todas estas motivaciones por las que uno, a las once de la mañana, se encuentre ya a punto de atravesar la pared, justo a la salida de la M-30, es obligado. Los kilómetros pesan, aunque las piernas van solas. Es cuestión más mental que otra cosa. Que los músculos se van a quedar sin glucógeno -que es para ellos como la gasolina para los coches- pese a haberse atiborrado de hidratos de carbono los últimos días, ya se sabe; también, que van a empezar a doler los muslos, aunque en los tres últimos meses se hayan hecho ochocientos kilómetros en entrenamientos. Y comienza la agonía. Los primeros kilómetros, y en una maratón éstos se alargan hasta el veinte, son placenteros. Como si en un domingo se hubieran juntado muchos amigos para entrenarse amistosamente. El kilómetro 10 se ha pasado, incluso, más lento de lo previsto. No importa. Todo lo que sea ahorro de energías en una maratón va en beneficio de los kilómetros finales. Es momento de pensar en los que van delante, en cabeza. Te deben sacar así como un cuarto de hora. "Esos sí que sufren", piensas. Al fin y al cabo, tú todavías vas relajado; sabes que has salido a mejorar tu tiempo anterior, lo que no es muy difícil si te has entrenado adecuadamente. Los que luchan por la victoria -una veintena, no más-, en cambio, van forzados por el ritmo que marque el que vaya abriendo la carrera. Es una batalla contra el rival y contra el reloj, en la que caben las más sofisticadas estrategias para Regar el primero al kilómetro 42,195. Y recuerdas a Sergio Fernández, un popular que empezó como tú y que ahora se bate en los puestos de cabeza. Los grandes atletas le admitieron en su grupo con los brazos abiertos y, como él dice, te das cuenta de que aquí la fiebre del elitismo no existe, que el arrogante e insoportable divo no tiene razón de ser. La maratón es lo suficientemente dura como para limar esas extravagancias. Eso queda para otros deportes más de salón, donde el forofo, por fuerza sedentario, encumbra a unos deportistas.
Una tentación a medio camino
Mientras, sumido en tus pensamientos, sigues a tu aire. Se van cumpliendo los pasos previstos por cada kilómetro y aún hay fuerzas más que sobradas para cambiar impresiones con los de al lado. Camino del kilómetro 20 se experimenta una sensación de euforia. "No la hagas caso, es la tentación -te repites-, mira que como te lanzes al final lo vas a pagar". Y es que coincide la parte más cómoda de la carrera, la bajada hacia la Casa de Campo, con los músculos, calentados, gritando que están funcionando a medio gas. El saber echar el freno en este momento, es decisivo. A la pared hay que llegar sobrado. Según te aproximas al kilómetro 30, aún no se ve el muro pero sabes que está ahí. La M-30 resulta tan inhóspita que adelanta el presagio. La carrera se ha estirado tanto que en muchas ocasiones te ves solo. Quisieras alcanzar a ese grupo que va por delante, pero no puedes. Y te dan ganas, más que de abandonar, de tirarte al suelo y que una ambulancia te lleve hasta la meta. Sin darte cuenta, has entrado en la pared. Y lo notas porque ya todo te da igual, sabes que has vuelto a entrar en la ciudad, que hay gente a tu alrededor, pero no la ves. Hasta que una sonrisa, una palabra de ánimo, un gesto, te hace despertar. La pared quedó atrás. Prepárate para vivir entonces el paso de la agonía al éxtasis. El ritmo se acelera en los últimos kilómetros aunque, en realidad, vayas mucho más despacio de lo que imaginas. Es cuesta arriba y Vitrubio, el último obstáculo. Beber agua y vislumbrar la meta son las únicas obsesiones. Ahora sí que se pueden exprimir las fuerzas que queden porque nada impedirá el llegar a la meta. El estado de gracia en el que has caído te confiere una confianza tal que, a la vista de la meta, te permites la osadía de iniciar un sprint. Y el milagro llega, después de que las piernas hayan golpeado 40.000 veces el suelo, que el corazón haya palpitado a un ritmo de 140 pulsaciones por minuto durante más de tres horas, cuando creíste llegar a tus propios límites físicos y ves que aún los pudiste superar. Al cruzar la meta, miras hacia arriba y en lugar de una pancarta ves un palio. Y entras en el éxtasis de la maratón. Es un momento tan fugaz que ni siquiera te da tiempo a vivirlo y aunque prometas no volver a correr, al conjuro de esa visión harás todo lo que sea necesario para revivir esa aparición. Una pareja norteamericana, mister Montgomery y miss Lindgren, a sus 73 años, siguen aceptando el desafío; sus marcas actuales, 3.26.05 y 4.33.05, respectivamente. La maratón, más que una llanura griega, merecía ser una diosa olímpica.
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