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Columna
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Las nubes

En ese salón burgués que se abre a las visitas en la tarde de los jueves, y donde una criada enviada desde Fernando Poo por la hermana misionera de la señora de la casa recoge abrigos y sombreros y se coloca en la puerta corredera para atender las necesidades de los invitados -que debaten agitadamente sobre las novias del heredero de la Corona-, el primogénito de la familia, un adolescente con gallos en la voz y espinillas en el mentón, pisa la alfombra con el cordón del zapato derecho suelto, y la madre comenta: "Este chico está en las nubes".

La alusión no despierta la curiosidad de la tertulia, enfrascada en elegir princesa -¿rubia o castaña?- para nuestra Monarquía, y eso provoca la rabia del muchacho, que acaba de sufrir una borrascosa clase de Historia del Arte en el colegio jesuita de la calle de Alberto Aguilera. Y que al verse desatendido por el círculo de su madre, ni saluda ni se despide ni se ata el cordón del zapato, empuja a la criada guineana, corre por el pasillo tragándose las lágrimas, entra en su habitación, cierra la puerta, se asoma a la ventana que da a la calle de Ferraz y prende su sensibilidad enfermiza del crepúsculo que enrojece la arboleda de Rosales.

Esas nubes granates, acardenaladas y varicosas, que forman durante la agonía del sol un cortejo equivalente al de los reunidos en el salón burgués cuando apuntalan con sus ocurrencias las tesis de la anfitriona sobre las cualidades de la futura reina de España -¿casera o zascandil?-, se desvanecen conforme se apaga la tarde. Algunas viajan a latitudes favorables para su supervivencia, otras, ante la imposibilidad de resistirse a los elementos adversos, buenamente se entregan a la oscuridad que invade el espacio, y otras se niegan a una disolución tan rápida y prolongan su anacronismo adoptando extrañas configuraciones.

Estas nubes, es cierto, permanecerán en el mismo lugar donde las eclipsó la noche, y agarrándose a la superficie del cielo, igual que la lapa a la peña, resurgirán al alba como salvadas de un cataclismo. Pero nadie logrará identificarlas ni sabrá cuánto tiempo estuvieron ocultas o de dónde proceden, de modo que bien pueden parecer nuevas a ese jinete de un caballo lento que llega a este punto geográfico de Madrid tres siglos antes de que las inmobiliarias construyan sobre ese terreno talado y deforestado un edificio de viviendas de lujo y por una de sus ventanas asome en su día la desesperación de un alumno de los jesuitas.

El viajero arrima el animal junto a un árbol, planta en el suelo el caballete de pintor, toma paleta y pincel y encara el conjunto de retamas y encinas que forma el monte del Pardo en los alrededores del Manzanares, bajo un dosel de nubes transparentes que admiran la presencia de ciervos junto al río rumoroso. Es propósito del artista reflejar un momento de plenitud de la naturaleza. Pero, por orden de la familia real que costea su trabajo, esa pretensión debe ceder en favor de la figura que aparecerá retratada, el mozo con rango de serenísimo que es el pretendiente al trono de España. Acata la orden el pintor de cámara contrariando sus deseos artísticos y monta al príncipe en un caballo cuyos cascos simulan aplastar ese paisaje madrileño que quiso realzar su pincel y que se arrincona al fondo del cuadro con un trazo débil, vergonzante.

La Historia conserva el nombre del príncipe, el Arte, el del pintor, y el estudiante de los jesuitas de Areneros se desazona por no haber recordado uno y otro en el examen. Pero esa decepción del adolescente en carne viva no se contagia a los mayores, que le conceden la misma dimensión secundaria que cobra el paisaje de fondo en los retratos reales. Y el sentimiento defraudado del muchacho, convertido en sombra tenue, borrosa y deliberadamente postergada para no desviar la atención de lo que en verdad interesa a la tertulia materna -los devaneos eróticos de la sangre azul-, se suma a los desalientos y frustraciones que posa el atardecer en el corazón del hombre.

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En la residencia burguesa suena el timbre de la puerta de entrada, acude a abrir la criada guineana y el inesperado anuncio del policía municipal desencaja su rostro. Pierde fulgor el día, y entre las nobles paredes del salón burgués, las visitas, desconcertadas por esta incidencia en el orden establecido, revolotean en torno a la anfitriona, igual que los vencejos en el crepúsculo. "Este chico está en las nubes", recuerda haber dicho la madre antes de que la noche irrumpiera en el amanecer de un tiempo, ya para siempre condenado a ser memoria.

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