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MI AVENTURA | EL VIAJERO HABITUAL
Cartas al director
Opinión de un lector sobre una información publicada por el diario o un hecho noticioso. Dirigidas al director del diario y seleccionadas y editadas por el equipo de opinión

La huella de Buda y la máquina de la fortuna

NOS DIRIGÍAMOS al Wat Phra Phutthabat, cerca de Lopburi, en el centro de Tailandia, cómodamente sentados en un songthaew -literalmente, "dos filas"; un pequeño camión destinado al transporte público, con dos bancos de madera enfrentados en la parte posterior, como los que aquí se emplean en las iglesias-. Nos movía la curiosidad de ver la huella de Buda descrita por las guías de viaje. En nuestro mismo banco del camión Thaksin, un niño de unos diez años se ayudaba de la mímica, extendiendo los brazos al máximo, para describir con su rudimentario inglés las grandes dimensiones de la pisada de Buda.

Tras doblar una curva, la visión fue impresionante, los 200 metros de altura de la colina no eran nada. Lo realmente espectacular era la vertical alineación entre el templo, que yacía en la falda de la montaña, y el chedi dorado que la coronaba (torre originalmente concebida para conservar las reliquias de Buda).

Lo primero que hicimos al llegar fue localizar la huella en el templo de la base. Era tan grande como el chico nos había dicho, y en cuanto disfrutamos un poco de ella nos rendimos al deseo de conquistar la montaña.

Cuando nos dirigíamos hacia las escaleras que la subían, atravesamos la zona donde viven los monjes. Uno de ellos nos señaló primero a nosotros y luego a la cumbre, poniendo una cara como si estuviéramos locos. Yo le señalé mi pierna y después el músculo del brazo, tras lo cual ambos rompimos a reír.

Nunca nos había resultado tan complejo contar unos simples escalones. La escalera tenía 519 peldaños, que, junto con el sofocante calor de una soleada mañana tailandesa, lograron terminar con nuestras reservas de agua, si bien no con las de ilusión.

Una vez en la cumbre, nuestra sorpresa fue mayúscula. No pudimos reprimir la risa al encontrarnos, junto a la típica estatua de Buda, una máquina de la fortuna donde, por un módico precio, unas simpáticas lucecillas te decían lo que te iba a deparar el futuro. Eso sí, en tailandés.

Esta experiencia volvió a confirmar nuestra teoría de que en un viaje lo más interesante suele ser lo que no se puede planear, como las sorpresas o el trato con la gente del lugar.

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