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A pie de obra | TEATRO
Columna
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Lo que más me gusta de ti es tu novia

Marcos Ordóñez

Uno. El Don Juan de Molière es un libertino retórico sediento de absoluto. El Tenorio de Zorrilla es un chulo romántico. Pero Don Juan tiene a Elvira, y Tenorio a Inés. El Burlador de Tirso no tiene nada, ni cumbres amorosas ni redentoras dispuestas. A ratos recuerda a un canalla de Marivaux mezclado con un señorito de Felipe Trigo. Un señorito andaluz en la más tópica acepción del término, avanzando por un terreno llano, directo al abismo. En un montaje "moderno", el Burlador se hincharía de coca, llevaría un Rolex y conduciría, a doscientos por hora, un BMW último modelo, regalo de papá. No es un héroe amatorio. Es un burlador, es decir, un "engañador". No seduce porque sea especialmente guapo, aunque pico no le falta: seduce porque es de buena familia (papá está bien "colocado" en la corte), porque se hace pasar por otros y porque encandila con promesas ya no de amor eterno sino (ahí asoma Marivaux) de dinero y matrimonio. Como diría Lubitsch, lo que quiere hacer el Burlador con mujeres y amigos es lo que Hitler hizo con Polonia. Es un tipejo que cree poder pasar por encima de todo, caiga quien caiga. Ése es su lema y ése es su reto. Y el secreto de su atractivo: esa malignidad alegre, ese vitalismo encanallado. Con un poco menos de visceralidad (de españolidad, para entendernos), sería un Yago de aúpa. Pero no le atraen las maquinaciones largas y complicadas. No tiene tiempo. Es un bebedor de tragos cortos. Su segundo lema es "cuán largo me lo fiáis". Llegar, liarla, y a otra cosa. Hasta que se topa con la "última cosa", con el Gran Muertazo, con el Convidado de Piedra. El último gran desafío, que le envía derechito al infierno. Claro que al final hay arrepentimiento. Tardío e inútil, pero arrepentimiento. Tirso era un fraile y estamos en un drama contrarreformista, faltaría más. Es el problema de nuestro Siglo de Oro: demasiado honor y demasiados dramaturgos ensotanados. Con los isabelinos, eso no pasaba. Era un universo sin dioses, y allí el Burlador hubiera palmado sin bajar la testa, como el Aaron de Tito Andrónico, como el mismo Yago. Por otro lado, obviamente, la gracia del teatro clásico español es su extraña delectación a la hora de mostrar el mal para, en teoría, condenarlo. Como bien dice Andrés Amorós, no sabemos si "cuando la pescadora Tisbea lanza su desgarrador lamento '¡fuego, fuego!' está clamando por arrepentimiento o por amor insatisfecho". Había, ahora que lo pienso, otra posibilidad para el Burlador: que Juan Ruiz de Alarcón, que no era sacerdote ni hombre de armas, sino un burgués racionalista y liberal (así le fue) hubiera escrito su historia. Y en cierto modo lo hizo en La verdad sospechosa, con un "héroe positivo", don García, que aspira a ser un verdadero "artista de la mentira", del engaño.

A propósito de El burlador de Sevilla, dirigido por Miguel Narros en el teatro Pavón de Madrid

Dos. Tampoco es raro que me haya venido a la cabeza La verdad sospechosa porque fue, en manos de Pilar Miró, uno de los mejores montajes del Clásico en los noventa, como el de Narros (con más desajustes) es uno de los mejores de la época actual. Y porque en los dos encontramos a ese regalo de la naturaleza actoral que es Carlos Hipólito. Claro que en El Burlador de Sevilla no tenemos a Pou ni a Emilio Gutiérrez Caba ni a Adriana Ozores, que ligaban un póquer de ases, pero en el montaje que acaba de presentarse en el Pavón (a la espera de que arreglen de una vez la sala de la calle del Príncipe) "tenemos" a Juan José Otegui (Don Pedro/Don Diego), a Fernando Sansegundo (Catalinón) y a Aminta (Manuela Paso), que bordan todas y cada una de sus intervenciones. Y hay muy buen juego en los trabajos de Israel Elejalde (el Marqués de la Mota), de Víctor Villate (el Rey de Castilla) y de Batricio (Víctor Manuel Dogar), el novio campesino burlado. A propósito de Hipólito en La verdad sospechosa, recuerdo que en su día hablé de "la estimulante sensación de contemplar a una criatura ariélica que puede ser un feroz Calibán en la escena siguiente". Esa misma peligrosidad late en El Burlador, pero querría añadirle más alcoholes al cóctel. Uno, que ya mencionaba la semana pasada, es el eco potentísimo de su memorable trabajo como Don Farruquiño, el curita lúbrico y transgresor (profundamente niño, con la crueldad de los juegos infantiles) de las Comedias Bárbaras de Plaza. Segunda sensación, a medida que Hipólito se acerca al tercio final de la obra, a la culminación del arco: está a un paso de Hamlet, vestuario incluido. Está pidiendo un Hamlet a gritos. Tiene todo el humor, el desgarro, toda la locura (y la madurez, y le physique du role) para que le monten, ya, un Hamlet como la copa de un pino.

El espectáculo es de lo mejor que ha hecho Narros últimamente, tan elegante y tan sobrio como la versión de José Hierro o la escenografía de Andrea d'Odorico. ¿Problemas? Para mi gusto, dos. Una primera parte desajustada, en la que hay tres actores (Hipólito, Otegui, Sansegundo) "comportándose como personas normales" y casi todos los demás haciendo funny voices, que diría Mamet: engolándose, poniéndose estupendos; haciendo un poco teatro clásico de cliché. No siempre es su culpa. A Tisbea (Elisa Matilla), Narros le monta una escena criminal: es casi imposible que su imprecación conmueva yéndose hacia el patio de butacas y escoltada por un grupito de pescadores que parecen salidos de La tabernera del puerto. Y los fragmentos musicales (a excepción de la boda final) tienen un aire de Coros y Danzas que tumba: si podaran la sardanita y un par más, el montaje ganaría un montón. Pero en la segunda parte todo son aciertos. Citaré sólo tres: el duelo verbal del Burlador con el Marqués, la perfecta escena de cama con Aminta y, joya de la corona, la cena del Comendador, resuelta de un modo que no revelaré, pero que esquiva, de forma inteligente y sutil, el tradicional síndrome de "tócame el mármol y verás qué frío lo tengo".

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