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La guerra: un golpe de Estado interno

La actual crisis internacional que ha desembocado en la guerra preventiva contra Irak para derribar al régimen del sátrapa cruel y sanguinario en que se ha convertido Sadam Husein ha producido unos daños, quizás irreparables, al sistema de convivencia laboriosamente construido en la modernidad, basado en los valores de la Ilustración, en los principios del Estado de Derecho liberal democrático y en un orden internacional cuya legitimidad última derivaba de los principios organizadores de las Naciones Unidas, herederas de la Sociedad de Naciones, y en la existencia de uniones regionales efectivas como la Unión Europea.

El sistema se construye primero para combatir a las monarquías absolutas y a su principio de legitimidad, que se ratifica, derrotado Napoleón Bonaparte en el Congreso de Viena en el primer tercio del siglo XIX, pero que va siendo derrotado especialmente a partir de 1848. Los valores liberales, republicanos y democráticos sustituirán a esa legitimidad autocrática por la legitimidad del consentimiento popular como origen del poder, y la acompañarán por la idea de supremacía del Derecho, por la idea de gobierno de las leyes como legitimidad de ejercicio. La concepción de Rousseau que expresa en los primeros capítulos de El Contrato Social de que la fuerza no hace Derecho y de que sólo estamos obligados a obedecer a los poderes legítimos, se acompaña por la separación de poderes de vieja tradición desde el republicanismo inglés del XVII, desde Locke y, ya en el XVIII, desde Montesquieu. Es la progresiva instauración del sistema democrático, templado por los valores de libertad, de igualdad, de seguridad y de solidaridad que constituyen la moralidad pública del sistema.

Nicola Matteuci describe certeramente esta instauración en su excelente obra Organización del poder y libertad. Historia del constitucionalismo moderno.

En el ámbito internacional la instauración de una comunidad coherente con los sistemas nacionales democráticos tiene dificultades añadidas por la inexistencia de un poder supranacional que represente un monopolio de la fuerza legítima, por la política colonialista de las grandes potencias y por la persistencia de la razón de Estado frente a los valores de la ética democrática y de la idea de la igual dignidad de todas las personas.

Será necesario superar pruebas muy duras como la Gran Guerra de 1914-1918, donde son definitivamente vencidos el Imperio Alemán y el Imperio Austro-Húngaro, restos parciales del sistema europeo del Congreso de Viena o la Segunda Guerra Mundial con la derrota de los totalitarismos nazi y fascista y finalmente con la derrota del totalitarismo stalinista hace menos de veinte años.

Pero esas situaciones difíciles se superan con el arraigo moral de los valores democráticos y del sistema parlamentario representativo, fortalecido por la política de las tres libertades de Roosevelt y por la instauración de Naciones Unidas que forma un sistema, aún incompleto, aún dependiente de las grandes potencias, pero con unos procedimientos capaces de limitar los daños, de rechazar la legitimidad de las guerras de agresión y sobre todo de agrupar a los países democráticos ante los nuevos peligros. Con la caída de los regímenes comunistas sólo el conflicto árabe israelí y los fundamentalismos islamistas podían ser una amenaza para la convivencia, como demostró en este caso último el horrible atentado terrorista del 11 de septiembre de 2001, en Nueva York.

Aun con estos últimos problemas y con la existencia de armas modernas en varios países, el más importante Estados Unidos, todo parecía indicar que el sistema democrático interno, apoyado también en el prometedor sistema de la Unión Europea, lenta pero sólidamente construido desde aquellos europeístas fundadores como De Gasperi, Adenauer, Spack y Schumann entre otros, iba a suministrar nuevos elementos morales, políticos y jurídicos para sostener la estructura y para potenciar un orden internacional de paz y de libertad. Las amenazas externas no eran ya capaces de dañarlo significativamente y menos de destruirlo. Alguna amenaza seria, como la crisis de los Balcanes, había sido resuelta satisfactoriamente.

Sin embargo, por razones difícilmente comprensibles para un observador externo ilustrado, Estados Unidos empezó a tomar decisiones unilaterales incompatibles con el sistema, como ordenar la persecución de terroristas fuera de los procedimientos y faltando al respeto a países soberanos terceros y ordenando su asesinato allí donde se encontraran. Era la vuelta a la premodernidad y a las lettres de cachet de la monarquía absoluta, al uso de la fuerza al margen del Derecho. La negativa de ese mismo país a aceptar la jurisdicción del Tribunal Penal Internacional y la construcción de la doctrina de una soberanía universal de Estados Unidos, que no fueron suficientemente rechazados, nos han traído a esta situación actual. De todas formas, ya antes, cuando gobernaron los republicanos, otras actitudes de Estados Unidos, como el apoyo al golpe de Estado de Pinochet y otros muchos ejemplos que harían interminable este artículo, auguraban una postura americana de ruptura con el sistema que entre todos, y ellos de manera importante, habíamos construido fatigosamente.

La decisión de derribar a Sadam Husein hay que contemplarla y valorarla en este contexto de arrogancia, de autismo y de voluntad de hegemonía sin límites de un país que fue decisivo para la construcción de la democracia y para la instauración del orden internacional de Naciones Unidas.

Un gigantesco aparato de manipulación informativa, un uso masivo de las técnicas de envilecimiento de que hablaba Gabriel Marcel, y un convencimiento de que nadie haría frente a su operación contra Irak, nos ha llevado al callejón sin salida de una guerra ilegal, injusta e inmoral que ha destruido la confianza en el orden internacional y que es constitutiva de delito. Al arrogarse la decisión sustituyendo al órgano competente han actuado como desleales y traidores al sistema.

Estamos ante un golpe de Estado, es decir, ante una violación de los procedimientos, producida por quienes estaban obligados más que nadie a protegerlos y ante la angustia y la desazón que ese uso arbitrario de la fuerza nos produce, al contemplar con estupor y sin acabar de creérnoslo, que nuestro presidente, Sr. Aznar, su Gobierno y luego todo su partido apoyaban sin fisuras tamaña irracionalidad. Soy viejo militante del Partido Socialista, pero no me alegro de esta situación; al contrario, siento tristeza y pesar por este deterioro irreversible de nuestra imagen internacional, por contradecir nuestra política pacifista inalterable desde hace cien años, por nuestra renuncia a ser interlocutores privilegiados con Iberoamérica, que necesitaba tanto de nuestra independencia respecto a Estados Unidos y por esa imagen de traidores, clavando unilateralmente un puñal en la espalda de la construcción europea. La penosa imagen, la falta de transparencia, la invisibilidad de nuestra política, intentando enmascarar nuestra entrega y nuestra rendición a la postura americana, hacen a nuestros gobernantes cómplices y casi coautores de ese golpe de Estado.

Hago esfuerzos e incluso se lo he preguntado a algún amigo, dirigente importante del Partido Popular, para comprender, para saber si algo se me ha escapado y somos injustos, yo el primero, por juzgar tan negativamente hasta la descalificación al presidente y a su política. Mi amigo del Partido Popular no quiso contestarme y extendió la responsabilidad a sí mismo y sus compañeros, reiterando que compartían las tesis presidenciales. Creo que han sumido en la mayor crisis moral a nuestro país desde la guerra civil, que han deteriorado a instituciones fundamentales como la Corona o el Parlamento, que han dinamitado la confianza en los partidos políticos y la comunicación con la opinión pública en dimensiones irreparables a corto y medio plazo, y lo más grave es que, desde una mentalidad moderada y con experiencia como la mía, no puedo entender. Quizás no sea lo más grave porque creo que nuestros compatriotas tampoco lo comprenden, incluidos esos militantes y esos parlamentarios del PP que fingen, ocultando su angustia y su desazón. Esta vez los bárbaros no estaban fuera, los teníamos en nuestras propias filas, lo que hace más difícil entender su irracionalidad, su capacidad de destrucción y sobre todo su ceguera. Han trabajado para "el Rey de Prusia", como dicen los franceses, y han dinamitado nuestro futuro. Creo que esas mediocres formas de reducir el problema, con la confianza en una guerra corta y con la creencia de compensaciones en la reconstrucción de Irak, puede que tranquilicen a nuestros grandes empresarios, cuyos beneficios les van a contaminar irremisiblemente, pero tienen una contestación obvia. ¿Para qué reconstruir? ¿No hubiera bastado con no destruir, respetando las reglas de Naciones Unidas? Las opiniones públicas, Kofi Annan y el Papa les han condenado con dureza. Si no entienden que se han deslegitimado sin remisión y sin futuro y que sólo nos queda intentar volver al sistema de Naciones Unidas, ni siquiera van a tener la posibilidad de una rehabilitación por arrepentimiento espontáneo, aunque siempre tendrán sobre sus conciencias los niños, las mujeres y los hombres muertos en esta guerra infame.

Gregorio Peces-Barba Martínez es rector de la Universidad Carlos III de Madrid.

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