Pim, pam...
A ciegas. Completamente a ciegas y así, desesperadamente, escribo esta columna en plena madrugada del miércoles 19 de marzo. Sobre mi mesa laten hojas impresas con las últimas noticias. Todo sabe a locura. Nadie dice guerra pero se respira un silencio de ametrallante amenaza. Los retóricos de siempre hablan de inminente intervención armada: "O el exilio de Sadam o comienza el espectáculo". Hagan paso, señores. El graderío de soldados clama desde el Golfo su ración de palomas agonizantes, su derecho a triturar el terreno enemigo. La desestabilización internacional produce carcajadas entre la jauría, pero no importa. El fin/Husein justifica los medios. Las manos del tirano han de ser mutiladas. Caigan ángeles negros sobre él, camadas de misiles indetectables. Lo ordena así el vigía de Occidente. Silencio. Alguien llega. A lo lejos, las apocalípticas tropas del Séptimo de Caballería anuncian su vuelo sobre Bagdad. Las alienta el fracaso diplomático, un bosque de oídos sordos y la resolución 1.441 del 8 de noviembre. 20 de marzo, hoy: caduca el ultimátum. Por una senda van los exiliados. Miles, cientos de miles de civiles, de kurdos, huyen de la tormenta por el norte de Irak. Caravanas de mantas y miseria invaden Erbil, Suleimaniya, mirando hacia el mal sueño de Turquía. No, no es el polvo del desierto el que brama en la memoria, es la sombra sutil del gas mostaza, un planeo rasante de armas químicas calcinando las flores. Goliat cuenta sus fusiles. Tampoco quedan inspectores, diplomáticos, hombres acreditados sobre la faz de esa tierra cercada. Crecen lenguas, lanzas de silencio. Se dispara el Dow Jones en el mercado estadounidense, pero el déficit turístico desciende a los infiernos. Ya es primavera en los grandes campamentos. 370.000 efectivos hacen sus compras y devoran hamburguesas de 6 dólares. Esa noche iluminada de extraños resplandores no es la nuestra. Tampoco la de ellos, la de esos iraquíes que temen a Sadam, a un cielo hecho jirones y a las huestes de Bush derramando máculas de fuego. Oriente Próximo ya no cree en la ONU ni en los Consejos de Seguridad. Debajo de esa estatua, David ensaya el tiro de su onda de oro. Pum.
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