Las manos manchadas de sangre
Señor iraquí: cuando le digan que nadie será culpado si no tiene las manos manchadas de sangre, no lo crea. Las tienen, pero le acusarán a usted, sidi. Nos lo dijeron a nosotros, a los rojillos, o rogelios, o rojuelos, según la clase de desprecio con que nos destrozaran, y setenta años después están sacando de la tierra los cadáveres de los inocentes a los que mataron, y siguieron hasta que se murió el hombre a quien cargaban los asesinatos de todos ellos y, ya muerto, se dedicaron a defender la democracia; cuando tienen las manos manchadas de sangre, se las miran y las ven blancas, pulidas por las manicuras de los palacios.
Su sangre, señor iraquí, no tiñe las de ellos: es una cuestión poética, literaria. Empezó Shakespeare, cuando las queridas brujas que tomaban el té de las cinco en las copas de los árboles decían que "lo asqueroso es justo, lo justo es asqueroso": no eran brujas, eran columnistas. Lady Macbeth hablaba en sueños de la sangre en sus manos, que no limpiarían "todos los perfumes de Arabia": saudí o no. Suya: su Mesopotamia, su Babilonia, su mundo perdido. Son ellos los que tienen las manos manchadas de sangre: pero la Lady que precedió a su Blair lo sabía, y él no: aunque ella las tuviese blancas, las veía rojas: era su conciencia. Felices tiempos aquellos en los que el criminal tenía conciencia. Ven la sangre, ahora, en las de sus víctimas, para no perdonarles. Señor iraquí, siempre habrá un vecino que le haya visto sonreír al paso de Sadam, o agitar un rifle contra los iranios. El orden mundial se ha roto para que su vecino, quizá su hijo, su esposa, su compañero de escuela, le vean las manos manchadas de sangre y se lo digan a un marine de manos limpias. No les culpe: lo harán para salvar su vida u ocupar su puesto, o su casa. Muchos recordamos los largos años en que fue así entre nosotros. Pero no diga que quienes tienen las manos manchadas de sangre son ellos, los que destrozan la ley en nombre de la ley. Huya, sobre todo: si puede, dígale a Sadam que huya el primero, seguido de sus fieles: antes de que aquello sea Núremberg.
No habrá quien le recuerde a Foucault: para eso estoy yo. "El gran juego de la historia está en quién se apoderará de las reglas. Quién ocupará la plaza de quienes las estaban utilizando; quién se disfrazará para pervertirlas, utilizarlas a contrapelo y contra los que las habían impuesto; quién, desde dentro del aparato, lo hará funcionar de tal modo que los dominadores se encontrarán dominados por sus propias reglas". ¿Que no es de Foucault? Tampoco me importa: mire hacia el Consejo de Seguridad, recuerde usted ayer el Congreso de Madrid, y verá Bagdad mañana.
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