Propaganda
No me parece mal que todas las actividades públicas y sociales estén acompañadas estos días por expresiones en contra de la guerra, esa guerra que parece estar ya a la vuelta de la esquina. Puede molestar que el tema aparezca mezclado con fiestas, Fallas, con pancartas en edificios públicos y privados, en todo tipo de reuniones y debates. Pero más molesta es la guerra y, sobre todo, es necesario defenderse de alguna manera contra la propaganda.
Casi resulta ridículo mencionar en estos tiempos a los siete magníficos de la propaganda, que aparecen en cualquier viejo manual sobre técnicas de persuasión. Primero, asociar la idea con un nombre despreciable para provocar rechazo (la guerra se hace contra el terrorismo). Segundo, relacionar el tema con palabras respetables, como libertad, democracia y semejantes. Tercero, relacionar los argumentos con algo ya reconocido (todos estamos contra la guerra). Cuarto, emplear el respaldo de fuentes con prestigio (las resoluciones de la ONU apoyan el desarme de Irak). Quinto, producir la impresión de que se habla en un plano de igualdad y semejanza con los demás (todos sabemos lo que es una dictadura). Sexto, presentar sólo un aspecto del argumento, ignorando o distorsionando los argumentos del contrario (Francia y Alemania tienen intereses económicos, pero sin mencionar los intereses de los demás). Y séptimo, suponer que todas las personas ya mantienen una actitud determinada (es más fácil no hacer nada, pero tenemos responsabilidades).
Estos siete magníficos fueron investigados en 1937, cuando se fundó el Instituto para el Análisis de la Propaganda en Estados Unidos. Decían entonces textualmente que la propaganda era una manera especialmente insidiosa de control social, porque controla sin coerción y proporciona a las personas la ilusión de elegir libremente. El objetivo del Instituto era conseguir que los ciudadanos tuvieran conocimientos suficientes para defenderse de estas estrategias de manipulación. En 1941 se cerró el proyecto porque Norteamérica estaba a punto de entrar en guerra y, según dijeron, "no es práctico realizar análisis desapasionados de lo que se está haciendo para encauzar al país en un momento de crisis tan grave". Se vieron obligados a cerrar filas y admitieron la necesidad del control social. Cosas que ocurren.
Pues bien, han pasado más de sesenta años y no podemos caer en las mismas triquiñuelas emocionales, ni aceptar sin más el dogmatismo patriótico. Ahora sabemos que la mejor defensa contra la propaganda es que todo el mundo manifieste abiertamente su opinión, que exista mucha propaganda desde todos los puntos de vista, que se filtre por los balcones, los edificios, las fiestas y los saraos de cualquier tipo. Todos tenemos derecho a intentar convencer a los demás, incluido el gobierno y, así, cada uno se queda con lo que le parece.
De momento, frente a los argumentos institucionales que nos ofrecen, somos una gran mayoría los que estamos persuadidos contra esta guerra. No nos convencen ni los cuatro jinetes del Apocalipsis, ni los siete magníficos de la propaganda. Es la ventaja de los que vamos a pie, que no nos gustan los caballos de la guerra.
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