La última palabra
"Obedeció el disparo / del suicida en la frente. / Allí, junto a sus cosas, / le obedeció la muerte". Así es como imagina el poeta Luis García Montero el último segundo de un suicida en su nuevo libro, La intimidad de la serpiente. A menudo, cuando pensamos en la muerte de alguien nos preguntamos eso, en qué cayó su última mirada, cuáles fueron el último gesto o la última palabra. Cuando escribí mi libro Los nombres de Antígona recuerdo haber buscado obsesivamente los actos postreros de las cinco mujeres que lo protagonizan, como si eso fuera el cierre imprescindible de sus increíbles historias, el detalle que lo explicara todo: lo último que hizo Isak Dinesen fue oír un aria de Händel titulada Por donde tú camines, que solía cantarle su novio aviador, Denys Finch-Hatton; Marina Tsvetáieva dejó una carta a su hijo, antes de ahorcarse, en la que decía: "Estoy gravemente enferma, esto ya no soy yo, (...) caí en un callejón sin salida"; Anna Ajmátova escribió, unos días antes de morir: "Al fin es ya forzoso que ella misma se rinda, / que se haga a un lado, pensativamente". Sabemos que Vladímir Mayakovski, como todos los escritores inteligentes, reconocía la insuficiencia de las palabras, "mi discurso no es más que el hermano menor de mi sueño", decía, pero aun así escribió una carta, mitad en verso y mitad en prosa, antes de pegarse un tiro: "El incidente ha terminado, / la barca del amor / se estrelló contra la vida". Y acabamos de conocer lo último que escribió otro poeta suicida, Pedro Casariego Córdoba, unos versos a su madre que se incluyen en Poemas encadenados (1977-1987): "¿Dónde está la fruta / para nosotros los débiles? / Caen las naranjas / siempre en otras manos". Y hasta la última víctima de ETA, Joseba Pagazaurtundua, se despidió de este mundo con unos versos: "¡Ah, madre. Me han de matar / y yo no puedo evitarlo. / Mi grito de libertad / lo acojan los ciudadanos. / Maldita sea mi estirpe, / malditos por siempre ellos".
En la política también se tiende mucho a la última palabra, sólo que al revés: ahí el que habla no quiere echar el telón sobre sí mismo, sino sobre los adversarios: ¿se han fijado, por ejemplo, cómo pliega Aznar el micrófono de su escaño en el Congreso, justo después de su última ráfaga, con ese ademán terminante que significa se acabó, ni una palabra más, punto y final?
Aznar y los suyos también le han cerrado el micrófono a todos los españoles tras decir su última palabra sobre la invasión de Irak: apoyaremos esa masacre de forma incondicional, digan ustedes lo que digan y hagan lo que hagan. En los últimos días, los ciudadanos de Madrid han abucheado y saboteado a Ana Botella y a Alberto Ruiz-Gallardón, que hizo todo su vía crucis por la Universidad Complutense rodeado de estudiantes pacifistas, eslóganes y pancartas contra la guerra. Y este sábado, millones de personas volveremos a salir a la capital y al resto de ciudades de España y del mundo para exigirle al presidente que no nos lleve a una guerra que no queremos, que es injusta y no tiene sentido.
Sin embargo, hay algo fastidioso precisamente en lo que se refiere a la última palabra de la manifestación de Madrid que, en principio, será dicha por el novelista José Saramago. Los organizadores dicen que le van a permitir al autor de El hombre duplicado redactar él mismo el texto que lea. ¿Podría ser de otro modo? ¿Es que hay alguien, entre los convocantes, que crea poder escribir unas líneas mejor que el premio Nobel de Literatura o alguno que no lo considere lo suficientemente informado y capaz como para hacerlo solo? Hace no mucho, los políticos se enfurecieron con la periodista Gemma Nierga porque se le ocurrió añadir una frase de su invención tras leer el manifiesto de una marcha contra el terrorismo. Y en la anterior manifestación contra la guerra de Irak en Madrid creo que hubo de todo a la hora de preparar el discurso que leería Pedro Almodóvar. ¿Para qué llaman a gente en la que no confían, a la que hay que vigilar y redactarle las arengas? ¿O es que sólo se trata de añadirles celebridades a las fotografías? Ya verán qué bien lo hace Saramago por su cuenta, mucho mejor que si se limitara a ser un busto parlante. A mí me importa mucho descubrir cuál será su última palabra. Las otras ya me las sé.
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