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Columna
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El sirviente

Josep Ramoneda

La literatura y el cine han glosado extensamente la figura del sirviente que atrapa al dueño en una red de dependencias hasta invertir la situación de dominio. Con la confianza y la abnegación como coartada, el sirviente poco a poco se va haciendo imprescindible: primero, fascina al dueño por su eficiencia y lealtad; después, influye cada vez más en la toma de decisiones hasta que llega un momento en que es difícil saber quién tiene la última palabra; y, finalmente, vacía al dueño por dentro, toma posesión de su voluntad. Cada día que pasa, al dueño le es más difícil desembarazarse del sirviente, hasta tal punto la relación se ha invertido. Casi siempre estas historias acaban mal.

Del frío mundo de la aristocracia inglesa a los intrigantes universos palaciegos del antiguo régimen, de las esferas del poder económico de las grandes familias a los aledaños del poder totalitario, hay infinidad de escenarios para recrear el juego de la toma de posesión del dueño por parte del sirviente. Un juego que a menudo termina con la destrucción de las dos partes. También el quehacer cotidiano de la política democrática ofrece remakes -a menudo más propios de una comedia de Carlos Arniches que de una película de Joseph Losey- de estas historias de enredo entre dueño y sirviente. Desde que el asesor de imagen se convirtió en acompañante inseparable del hombre público y empezó a hacer estragos en la política, la figura del sirviente ha recibido un nuevo impulso. Los responsables de comunicación son las hadas de nuestro tiempo, que prometen convertir en oro todo lo que tocan.

Sin ir más lejos, el conseller en cap de la Generalitat, Artur Mas, parece atrapado por una de estas hadas salvadoras. Mas tiene un sirviente: David Madí. Un sirviente eficiente y dispuesto, entregado al servicio de su jefe, con la promesa de que si me das los recursos necesarios te hago presidente. Cualquier duende que hubiese querido hechizar a Mas habría intentado ganárselo con la misma promesa. Mas, en un ambiente difícil para sus propósitos, con clara desventaja en las encuestas y con dudas entre los suyos, necesita una hada que le asegure que es el más guapo de la fiesta y que, sin duda, conseguirá la prenda deseada. Cuando un sirviente tiene la sensación de que dispone de vía libre con tal de que apunte al buen fin, empieza a hacerse peligroso para su dueño. El sirviente sólo se detiene si es frenado a tiempo; es decir, antes de que posea el cuerpo y el alma de su amo.

Hace tiempo que en Convergència se oían voces que sospechaban que Madí conducía y Mas obedecía. Y temían algún derrape. De pronto, ha aparecido la noticia de que desde el entorno de Mas se facilitaban a la opinión pública y a los señores diputados encuestas manipuladas, encuestas falsas, documentos mutilados. Es un hecho grave porque vulnera la obligación de transparencia y veracidad en la información oficial que exige la elemental lealtad democrática. Los jueces dirán si hay responsabilidades penales. Pero políticamente es un asunto muy serio porque revela una idea patrimonial del servicio público; por desconsideración a la ciudadanía y a los señores diputados que la representan y tienen derecho a acceder a la documentación oficial sin trampas ni engaños; incluso, por falta de respeto a sus compañeros de coalición, porque algunas informaciones manipuladas tenían obviamente en el punto de mira a Unió, socio de Convergència. El uso del engaño por parte del poder para conseguir minúsculos réditos en la lucha electoral denota una concepción muy mezquina de la política.

Poco importa si ha sido una venganza de los socios de Unió, si ha sido habilidad de la oposición o si se debe a la humana tendencia a abandonar el barco antes del naufragio lo que ha causado esta fuga de información desde la cúspide de la Generalitat. Lo grave es la sensación de que el fin -la elección- justifica saltarse a la torera las normas más elementales. Lo grave es la sensación de impunidad que emana de este tipo de conductas. La Generalitat como institución merece mayor respeto. Hacer trampas de jugador de parchís no dice nada bueno sobre la idea que se tiene de la institución a la que se representa. Y si el motivo de tanta impunidad fuera que Mas y los nacionalistas catalanes se sienten tan propietarios de la Generalitat que se lo pueden permitir todo porque nadie debe echarles de ella, sería muy preocupante.

Pero volvamos al punto en el que estamos. El escándalo ha estallado. La oposición pide responsabilidades. Jordi Pujol busca un acuerdo para que el PP le ayude a salvar la cara. Y Mas lo estropea: no quiere entregar la cabeza de Madí. Cierra una oficina y se da por satisfecho, como si la culpa fuera de los muebles y los ordenadores. José María Aznar se desprendió de Miguel Ángel Rodríguez, a pesar de que éste le había ayudado activamente a ganar las elecciones, aplicando el principio del poder que dice que el sirviente cae cuando con su desgracia puede salvar al jefe. Mas, de momento, opta por lo contrario: ser leal a su sirviente. ¿Es un reconocimiento de su propia responsabilidad, lo cual le honraría, o es que el sirviente ya es más dueño que el dueño y éste no es capaz de echarle?

En un momento en que la ciudadanía protesta por los modos distantes y arrogantes con que se ejerce el poder, este sórdido espectáculo de la miseria del poder obliga a preguntarse si es una consecuencia del reiterado empequeñecimiento de la política en estos veintitantos años de hegemonía convergente. En una política como la catalana, tan encerrada sobre sí misma, sólo faltaba la vuelta de tuerca de estas mezquindades con las que se pone en juego el crédito personal para conseguir nimios dividendos en la lucha electoral.

Curiosamente, en el mismo momento en que el caso de las encuestas falsas domina la vida política catalana, dos correligionarios de Mas, Ignasi Guardans y Xavier Trias, han tenido, en el Congreso de los Diputados, una aportación de primer nivel en los debates sobre la guerra. El tono y la calidad de las intervenciones de Guardans merecería probablemente la mejor nota de cuantos han intervenido en el Parlamento sobre el conflicto internacional. Ello indica que quizá lo que conviene a la política catalana es abrir puertas y ventanas, mirar al exterior, y acabar con esta cacofonía que parece condenarla a morir de asfixia por los hedores de cierta mediocridad.

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