Un intérprete del XX
El xilófono tuvo, casi desde el principio, un puesto rutilante del que no se descabalgaría en toda la obra. Shostakóvich brindó a la percusión -al xilófono, pero no sólo a él- el liderazgo siempre añorado: ahí estaban los tremebundos timbales para dar fe de ello. Dos timbaleros enardecidos (tan enardecidos como estupendos), un bombo gigantesco (pero jamás pasado de la raya), un triángulo oportuno y una celesta angustiada acompañaban los destellos de la madera percutida. El viento, todo él, cobres, lengüetas, flautas, con el despliegue casi exhibicionista de sus materiales, fue tan brillante -y tan penetrante, y tan ácido- como se exigía. La cuerda ejecutó pentagramas rapidísimos que producían vértigo en el oído. Había contrastes tremendos entre unos pasajes y otros, pero sólo eran aparentes: en el fondo se unificaba todo bajo el epígrafe de lo demoníaco. Shostakóvich demanda para su cuarta sinfonía una plantilla con más de cien músicos, aunque luego emplea cada color con una finura exquisita: se utiliza el corno inglés -o el clarinete bajo, o el arpa- únicamente cuando esa sonoridad resulta imprescindible, y el solo de la tuba, por ejemplo, no hubiera quedado bien con ningún otro instrumento. Hay aquí combinaciones tímbricas de gran efecto, pero ninguna de ellas es efectista ni gratuita. En el segundo movimiento, por si alguien dudaba de su oficio, el ruso se descuelga con pasajes fugados que la Filarmónica de Londres brinda con extrema limpieza. Los flautines -en este Moderato y en toda la sinfonía- siguen dando una caña sólo equiparable a la de los timbales. En el movimiento final, los ecos de Mahler, con sus macabras marchas y sus landler angustiosos, se ponen en primer plano. Hay una diferencia, claro: Shostakóvich, al contrario del austriaco, no se burla de su propia música. El final, apabullante, no hace sino confirmar la maestría de Metzmacher conduciendo a la orquesta.
Ciclo de compositores rusos
London Philharmonic Orchestra. Director: Ingo Metzmacher. Obras de Shostakóvich y Wagner. Palau de la Música. Valencia, 26 de febrero de 2003.
El siglo XX parece ser el ámbito donde se desenvuelve bien el director alemán: ajuste extremo, color, tensión y claridad. El XIX, sin embargo, le ofrece bastante resistencia. Al menos en el Wagner que escuchamos. Tanto la Obertura de Los Maestros Cantores como el Preludio y Muerte de Amor se mostraron de forma desvaída y escasamente atractiva. Si en el primero faltó la claridad del tejido orquestal y la turgencia en la exposición de los temas, el segundo no tradujo el anhelo exasperado de los amantes, no permitió que la orquesta se convirtiese en soprano (se puede y se debe hacer en el Liebestod), no asombró al público con el ímpetu de las oleadas sonoras (reducidas a rutinarios cambios de dinámica), y no tuvo capacidad para hacernos sentir la profunda interrelación de los temas (atracción, mirada, deseo, delirio de amor, etc). En definitiva: Metzmacher confirmó un currículum cimentado básicamente en la música contemporánea. Wagner no parece ser su fuerte. Shostakóvich, por el contrario, le permitió lucirse a sus anchas.
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