Por qué la participación ciudadana
La verdad es que los partidos políticos ya no representan a la sociedad, al menos no tanto como ellos dicen o como se presume por la teoría. De esta realidad no se deduce que los partidos sean rechazables o prescindibles en nuestro sistema democrático, pues en sociedades complejas no hay democracia sin partidos, llámense de ésa u otra manera. Lo que se deduce es que son insuficientes.
Alguien podría decir que eso no es una novedad, que siempre ha sido así, y que los partidos son el único instrumento capaz de articular este modelo de democracia que nos hemos dado, imperfecto, pero mucho mejor que modelos anteriores o comparados. Quien lo diga tiene razón. Sin embargo, además de que es una razón que no produce consuelo, no responde al problema actual. El problema es que los partidos son cada vez más insuficientes y que nuestro imperfecto modelo se deteriora, pareciéndose cada vez más a aquellos que se le oponen.
Los partidos son el alma del llamado sistema representativo, y éste, en la actualidad, casi está reducido al aspecto formal, al mandato representativo que se les da (en la práctica) a los partidos en las elecciones. Su vinculación a la voluntad de los ciudadanos existe, pero ha pasado al segundo plano, pues ha sido superada por los intereses de la dinámica organizativa, de los clientes, del control de los medios, de los sondeos y las encuestas; en definitiva, de la lógica electoral. Hoy día, los movimientos sociales -elementos de la participación ciudadana, aunque no los únicos- actúan a través de una lógica más representativa en su ámbito que la de los partidos políticos.
Llegan las elecciones. Los partidos nos alegrarán el oído con audaces propuestas, entre otras, la del acercamiento al ciudadano a través de bocetos de foros, comisiones y demás instrumentos al uso. Como es la lógica electoral, los bocetos quedarán en bocetos una vez emitido el voto y estaremos en las mismas cuatro años más.
¿Se puede revertir de alguna manera este proceso? Probablemente la manera, o una de las maneras, de avanzar en beneficio de la democracia -la democracia y los derechos, o crecen o se debilitan, nunca permanecen estáticos-, sea tomarse en serio la participación ciudadana. La participación ciudadana como la posibilidad de influir en la toma de decisiones de lo público, como la metodología de trabajo que implica a los vecinos en la gestión municipal, que hace de los ciudadanos partícipes activos, entre otras cosas, del proyecto de ciudad en que viven.
En ocasiones se dice -más veces se piensa- que dar cauces a la participación ciudadana es convocar los problemas, pues la ciudadanía no está capacitada para intervenir en lo público, y se prevé por su acción una mayor lentitud en la toma de decisiones o en la ejecución de las mismas. A mi entender, éstas y otras reservas pueden tener sentido sólo si se aísla a la participación de la idea de proceso y de los objetivos que pretende.
La participación ciudadana debe entenderse como un proceso. No nace y se desarrolla de la noche a la mañana, y, al igual que otras instituciones democráticas, no lo hace de forma pura y coherente. Del mismo modo que, por ejemplo, existe una cultura del sufragio, existe también una cultura de la participación, que se construye y mejora con la propia participación. Quiero decir que así como el sufragio no fue siempre sanamente utilizado y hoy nadie lo negaría, el proceso participativo requerirá su tiempo para desarrollar la capacidad de una participación amplia y responsable de la ciudadanía (hoy existe sólo en una minoría), y por eso no debería ser negado.
No debiera ser negado porque, además, los objetivos y efectos de una buena participación son deseables en un sistema democrático, tanto para los ciudadanos (porque contribuye a su formación en la cosa pública, porque despolariza la política, porque fortalece su confianza en el sistema político y les identifica con las decisiones adoptadas), como para los gobernantes (porque dan mayor transparencia a la administración pública, porque encuentran un antídoto frente a la apatía política, porque legitiman los actos gubernamentales).
La democracia será participativa (también) o no será, pues la democracia representativa, sin más apellidos, por sí sola, se está quedando sin la fuerza necesaria para dar contenido real a su nombre. Si decimos sí a la democracia debemos decir sí a todo lo que la haga mejor. Como la buena participación ciudadana la hace mejor, entonces hay que apoyarla, advirtiendo los obstáculos y los peligros, sí, pero para resolverlos, no para negarla.
Fernando Flores es Profesor de Derecho Constitucional de la Universitat de València.
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