La carta poética de Cuba
La historia cubana comienza por una metáfora, comienza cuando Colón, admirando la belleza indígena, califica de seda de caballo el pelo liso y negro de sus mujeres. Es más, insiste José Lezama Lima, toda la historia cubana no comienza sino por la poesía. Entonces, trazar una supone hacer el recuento de la otra, algo a lo que Lezama se aplica heroicamente en una antología inmensa, hoy ya mítica, pero rescatada de su condición de inencontrable en la estupenda edición de Verbum que la completa -Lezama concluía su selección en el modernismo- con un cuarto tomo dedicado al XX y encargado a los especialistas Álvaro Salvador y Ángel Esteban.
En realidad, la elaboración de una antología poética como tarea constitutiva de un país era una práctica habitual americana desde la Independencia. Durante el XIX, las repúblicas se concedieron existencia, redactando una constitución y recopilando un florilegio. El Parnaso Oriental se publica en la misma fecha en que se aprueba la carta magna de Uruguay y La lira Argentina lo hace a muy poco de entrar en vigor su respectiva Constituyente. En algún momento, Lezama definió el Nuevo Mundo como un territorio auroral en el que el texto que lo documenta se crea a la vez que el reino documentado. Y la poesía es ese documento por el que todo principia.
ANTOLOGÍA DE LA POESÍA CUBANA (SIGLOS XVII-XIX), TOMOS I, II Y III
José Lezama Lima Verbum. Madrid, 2002 302, 491 y 575 páginas 20, 29,95 y 29,95 euros, respectivamente
ANTOLOGÍA DE LA POESÍA CUBANA (SIGLO XX), TOMO IV
Ángel Esteban y Álvaro Salvador Verbum. Madrid, 2002 482 páginas. 29,95 euros
Así pues, la antología, antes que una labor recopilatoria y antes que un género de escritura, adquiere un peso escritural, supone una inauguración, es la piedra primera de un ritmo histórico de cuyo transcurso recoge pruebas: lo que está antes de la historia, no lo que la secunda. De este modo, se parte de la capacidad generadora y nominativa del hecho poético y se le concede una posición preferente en la definición de una cultura, de un pueblo, de una nación.
Con ello Lezama no redunda, sin embargo, en el viejo prejuicio que contemplaba América hundida en las tinieblas de su telurismo, su falta de instituciones, de evolución, de linealidad y de progreso. Al contrario, el poeta cubano cree en una cronología propia americana, pero para él ésta es lírica, nacida del lenguaje en lugar de producirlo. La flecha invierte su dirección en la respuesta dada por Lezama al controvertido problema de las relaciones entre tiempo y poesía. A ésta se le otorga el poder de determinar a aquél, dentro de una visión, aprendida en Giambattista Vico, según la cual las instituciones culturales son, en efecto, generatrices y la historia no es otra cosa que el resultado de una disposición poética.
Por tanto, reuniendo la pro-
ducción lírica cubana, Lezama estaba concediendo carta de naturaleza a su propia región. Su esfuerzo no es sólo compilatorio, sino fundacional, político. Por eso, parece interesarle más la elaboración de un corpus que la imposición de un canon, proclamar una continuidad, antes que perpetrar una selección. La de Lezama pretende ser una antología de Cuba, no un conjunto de preferencias o una estrategia de poder que lo postule a él y a su poesía como el punto climático o conclusivo de una producción nacional determinada, de la que también él es el único en poder emitir juicio. Más bien, su larga inclusión de poemas banales y de poetas menores, al lado de los grandes nombres, trataba de gestionar una visión secuencial, progresiva, amplia, varia y sólida de la tradición poética en la isla. En tal proyecto, igual validez poseen Silvestre de Balboa, la Avellaneda o el prerromántico Heredia -casos indudables, imprescindibles-, que aquellos vates dudosos cuyos defectos Lezama no tiene empacho en subrayar. La historia y el imaginario cubano también lo configuran quienes como Luaces, autor gélido, Ramón Vélez de campanudos octavas y el irresponsable poetastro José Fornaris escriben una obra débil pero cubanísima en cuanto a su corporeidad, a que juntan cuerpo poético para las letras del país. De hecho, Lezama, exquisito y un punto elitista, cree y defiende de corazón las ganancias estilísticas que permite lo colectivo, es decir, toda tarea anónima y mancomunada con vistas a vencer la materia resistente natural.
De este modo, se coloca ante la producción de Cuba con una generosidad inhabitual para un antólogo implicado desde dentro en su operación selectiva. Como el dragón bibliotecario, el guardián de los libros, que no desecha ninguno, en la medida en que sólo con todos se hace biblioteca, trabaja con una amplitud de miras digna de agradecer. Más allá de una cuestión de ortodoxia, le preocupa ser leal con un legado que, a la vez que preserva, recrea o invenciona, en verbo lezamiano y barroco.
Y lo inventa o recrea comple-
to de principio a fin, con una fortaleza de ánimo que asombra, habida cuenta los materiales con los que tenía que vérselas. Pero el ingenio genésico de Lezama consigue entresacar cubanidad de una nómina en la que se agolpa el exotismo de Zequeira, primer poeta reconocido por redactarle una oda A la Piña, el patriota Diego Vicente Tejera por componer desde una hamaca o la pasional Mercedes Matamoros, al atribuirle amores tropicales a Safo. Con tales poetas se trata de componer la lista de la producción lírica nacional: una lista en la que, a duras penas, podría reconocerse la inauguración de un lenguaje perfiladamente propio y una línea representativa cubana.
La cuestión no es baladí porque detrás estaba apuntando la espinosa búsqueda de una idiosincrasia poética: encontrar una identidad personal y articular un mito autóctono. La antología se postula, por tanto, como uno de los puntales del proyecto de teleología insular de Lezama, su pretensión de hallar unas raíces que cubran la orfandad del continente, el problema del dudoso nativismo.
La propuesta reivindicativa del poeta radica en la curiosa idea de que en Cuba lo originario podría hacer las funciones de un sustraído origen. La especificidad cubana se perfila en tanto fórmula o consuelo de principio. En el comienzo era lo peculiar y único, la singularidad sin comparación de la isla. La inmediata paradoja de ahí derivada surge cuando, para Lezama Lima, dicho sentimiento específico se construye con el concurso de otros muchos. La capacidad de síntesis y de apropiación son los signos de una cultura de lo permeable, cultura básicamente incorporativa, cultura original a golpe de aceptaciones ajenas. La expresión americana resulta de una digestión feroz y gnóstica de múltiples aportes. Y Cuba, compuesta, compleja, mezclada, obtiene de esa diversidad su rasgo identitario. Así, Casal o Martí son grandes poetas cubanos por su habilidad aglutinante. Ambos son los indicios y los síntomas de una suerte de sagacidad recipendiaria isleña.
La poesía de Cuba acepta entonces el heterogéneo colectivismo de sus materiales: en eso reside su carácter. Toda ella es, en realidad, como esta antología, almacén y ramillete de presencias, afinidades, olores, sentidos nativos e importados, compendio de propiedades y préstamos, cuyo centro lo ocupa a su vez el dragón bibliotecario, el inmenso y omnívoro Lezama.
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