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Reportaje:

Primero que Manchester

Una película evoca las noches de tecno y rock que conmocionaron Inglaterra, una mezcla que explotó antes en Valencia

La reciente llegada a las pantallas españolas de la película 24 hour party people, expresión que se traduciría algo así como "fiesteros a jornada completa", del director británico Michael Winterbottom, ha hecho que los ojos de mucha gente se vuelvan de nuevo sobre Manchester. El cineasta, que acaba de ganar el Oso de Oro de Berlín con In this world, retrata la evolución musical de la ciudad desde la época del punk a la del acid house, incidiendo en la mezcla de rock y música de baile que puso a Manchester en el mapa de la cultura joven. Grupos como Happy Mondays o Stone Roses hacían rock lisérgico. Pero en 1989, el año de mayor fama de la ciudad, pasaban sus noches salvajes en The Haçienda, el club que la revista británica Muzik ha calificado como "el más importante de la historia".

Hoy, The Haçienda ya no existe, fue pasto de guerras entre traficantes que querían dominar el territorio, y una de las primeras víctimas mortales del éxtasis, cayó dentro del local. Pero, más allá de la locura, The Haçienda, con sus pistas de sonidos eclécticos, abrió los oídos a toda una generación de británicos que aprendió que la música electrónica, el rock independiente y las noches de evasión brutal podían formar parte de un mismo todo. Manchester convirtió en moda global este asunto, pero no lo inventó. De hecho, si en el año 1987, cuatro disc-jockeys británicos -entre ellos el famoso Paul Oakenfold- no hubieran visitado Ibiza, ni el éxtasis ni la mezcla de músicas hubiera llegado a Inglaterra. "Las salas de Ibiza, a nivel internacional, rompieron el tabú de mezclar pop, rock y ritmos de baile, pero esto, a principios de los años ochenta, ya lo hacíamos aquí", afirma el disc-jockey valenciano Luis Bonías. En 1984, la discoteca Barraca de Les Palmeretes organizaba viajes en barco al Ku de Ibiza, y docenas de valencianos trabajaban en la noche de la isla. Los pinchadiscos baleares aportaron house espiritual y música negra a un combinado que se inauguró en Valencia, y que aquí desde los primeros ochenta, exploraba esencialmente sonidos blancos.

En los setenta, el funk era la música de los garrulos de discoteca, y la gente iba a las salas a ligar y a pelearse. Carlos Simó, en aquel entonces disc-jockey de Barraca, ayudó a cambiar todo: mezcló, de manera iniciática, tecno-pop con sonidos de guitarras, y esta extravagancia funcionó como imán para la gente más extravagante, y definió un objetivo común: huir de la rutina en un mundo de fantasía, formar una comunidad hedonista. "Las salas se convirtieron en un hervidero de gente creativa, individuos que buscaban donde expresarse", explica quien fue director de Chocolate en los ochenta. Este club era más radical, y programaba música de grupos británicos insólitos que en su país no tenían salida. "Valencia no seguía las modas oficiales, y en la ciudad había una necesidad de formar una vanguardia propia: la gente eligió para este fin discotecas que apostaron por lo experimental". Apostaron por esto gracias a que lo habitual no les había reportado clientela. La droga del momento era la mescalina, y se utilizaba para bailar en comunión. El éxtasis vendría más tarde.

No había una legislación que restringiera los horarios, y discotecas como Spook Factory acercaron este fenómeno a un público mayoritario. Pero en los noventa, las salas se multiplicaron, la música se banalizó, los excesos se multiplicaron entre un público monumental que incluía pandillas problemáticas, y quedó instaurada la ruta del bakalao, hasta que la presión administrativa la eliminó. "Pero, por debajo de todo, había en Manchester, y también aquí, un espíritu romántico y reivindicativo que enervó a la juventud", explica Gabi, joven que vivió aquel tiempo, "y eso tenía su magia".

Jóvenes en una discoteca de Valencia.
Jóvenes en una discoteca de Valencia.MÓNICA TORRES

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