Hacia un nuevo pacifismo
Millones de personas en todo el mundo se manifestaron ayer a favor de la paz. Pero muy bien podrían haber sido el doble. O el triple: pocas convocatorias pueden aspirar a una popularidad mayor que el "no a la guerra". Nada más cómodo para la ética que firmar manifiestos antibelicistas, portar pegatinas, pronunciar firmes declaraciones contra las matanzas de seres humanos. Más bien, como dicen algunos miembros de la organización antibelicista NYSTW (New Yorkers Say No to War, neoyorquinos dicen no a la guerra), "pacifista es una palabra muerta", un rótulo demasiado cándido para afrontar las nuevas lógicas del capitalismo global y los contenidos de la "nueva guerra".
Según estudian los antropólogos, la evolución del concepto de guerra se corresponde con la clase de sociedad en cada periodo histórico. No es lo mismo, por cerca que se encuentre, la actitud ante la guerra de Vietnam como ante la posible guerra contra Irak. Los hippies aparecen hoy como almas ingenuas y ni siquiera en el caldo pueril de las vindicaciones políticas norteamericanas han vuelto a aparecer con el mismo son. En Estados Unidos actúan dos ilustres asociaciones pacifistas, la Fellowship of Reconciliation y la War Resister League, fundadas, respectivamente, en 1915 y 1923, que se han planteado el no a la guerra menos como un movimiento autónomo que como una acción trabada a otras contra la desigualdad, la discriminación racial, la explotación o la exclusión, en cuanto piezas de un programa alternativo a la actual deriva del mundo.
A esta altura de la globalización, la desigualdad se ha convertido en una atroz amenaza contra la seguridad. La guerra es la muestra del mal del sistema
La guerra contra Irak posee menos los caracteres de una guerra que de una redada policial; tiene que ver menos con lo castrense que con una supercomisaría
¿A cuento de qué ahora una guerra? Pues precisamente como efecto de un nuevo cuento. Una nueva estructura del relato que ha introducido la globalización
¿Las guerras como síntomas de la civilización? Raniero La Valle (La Rivista del Manifesto. Junio 2002) distingue tres fases en la concepción de la guerra y del derecho de guerra a lo largo de la historia moderna. En la primera fase, a partir de mitad del siglo XVI, Francisco de Vitoria sentaba la doctrina de los Estados soberanos, relacionados entre sí a través del pragmático instrumento de justicia que imponían las armas. Desde ese tiempo hasta el fin de la Segunda Guerra Mundial, la guerra vino a ser notablemente "la continuación de la política por otros medios": el grado máximo de lo político, la política x-treme.
El fin de la Segunda Guerra Mundial, sin embargo, tras la espantosa experiencia de la destrucción nuclear vino a cambiar las cosas. La fundación de la Organización de Naciones Unidas en 1945 inauguraba el soleado proyecto de una comunidad democrática que resolvería sus conflictos sin violencia. La guerra era, en adelante, un ominoso recuerdo, un recurso atávico asociado a un mundo en extinción. Con ello, la guerra dejaría de ser un asunto de países desarrollados e instruidos, de manera que la única guerra entre grandes potencias fue fría, y en el transcurso del tiempo fue hasta liofilizada y hasta desarmada en diversos pactos que conducirían incluso a la virtualidad de que los enemigos llegaran a formar parte de una coalición.
Los países importantes, en fin, no guerreaban, y poco a poco, a lo largo de los últimos cincuenta o sesenta años, las guerras se han localizado siempre en las zonas más retrasadas del planeta, o bien entre algunas comunidades fanáticas que denotaban, igualmente, patologías en su evolución. La guerra adquirió cada vez más el rostro de las plagas antiguas, la apariencia de tiempos tenebrosos e incoherentes con los avances tecnológicos, las aventuras espaciales y la propagación de la televisión.
¿A cuento de qué ahora una guerra? Pues precisamente como efecto de un nuevo cuento. Una nueva estructura del relato que ha introducido la globalización y sus argumentos de poder. "A un mundo global, una guerra globalizada; a un escenario único una superrepresentación" podría ser la deducción más obvia. Pero se trata de algo más: la globalización ha causado el cierre del mundo. Ha desaparecido el interior y el exterior, la vieja separación entre cuestiones nacionales e internacionales.
Ahora, visto desde Estados Unidos, todos los grandes conflictos son auténticos conflictos domésticos. Y tanto porque el enemigo ha llegado hasta el mismo centro de Manhattan y se filtra por las rendijas en forma de esporas, como porque su imprevisible deambulación por el extrarradio puede poner en peligro el confort interior.
Finalmente, a comienzos del siglo XXI, Estados Unidos ha proyectado el modelo de guerra más acorde con su cultura. La guerra contra delincuentes o Estados canalla. La guerra como una acción contra el mal en cuyas filas militan los herejes, los locos, los pobres, los abortistas. O como sentenció George W. Bush tras el atentado del 11-S: "A los paganos, los abortistas, las feministas, los gays, las lesbianas, la Unión Americana por las Libertades Civiles... les digo: vosotros contribuisteis a que esto ocurriera".
La guerra contra Irak, no es necesario decirlo, posee menos los caracteres de una guerra que de una redada policial. Su preparación tiene menos que ver con lo castrense que con el dispositivo de una supercomisaría. La otra parte sólo cuenta, en cuanto criminal, a apresar o abatir mientras el espíritu de la batalla es la represión física, pero también moral. ¿No se trata, en fin, de un choque de civilizaciones?
Diseño político
El choque de civilizaciones de Samuel Huntington se ha convertido en un best-seller bajo la interpretación de que su tesis profetizaba el fatal devenir del mundo. La verdad, no obstante, es que el trabajo de Huntington, publicado primero como artículo en la revista Foreign Affairs en 1993, constituía un diseño político para la Administración norteamericana, siendo Huntington director del Instituto de Estudios Estratégicos de Harvard y ex consejero de seguridad. Dicho de otro modo: no es "el choque" de civilizaciones lo que aboca hoy inexorablemente a la guerra, sino que, como ha analizado el profesor Lavalle, se hace la guerra para incitar el choque de civilizaciones y con ello reproducir la guerra. Una guerra sin fin o hasta que, como dice Colin Powell, "la civilización se encuentre de nuevo segura". Es decir, nunca. Una guerra "contra el crimen", sin límite de tiempo, pero a la vez procurando la coartada de ser una guerra "justa" que ampara la dominación sin fronteras, sin plazo, sin restricción.
La "nueva guerra" es, por tanto, respecto al exterior lo que la guerra contra el delito en el espacio interior. ¿Quién no apoyaría las medidas de seguridad incluso cediendo parcelas de libertad? ¿Quién no se entrega al escolta ante la omnipresente amenaza del terrorista? Repetidamente se arguye que la guerra contra Irak provocará un incremento del terrorismo internacional. Exactamente: pero el terrorismo es ahora la valiosa materia prima para ser reprocesado en forma de un mayor control. El miedo entrega un potencial que autoriza a mantener a la población pendiente, y dependiente, de la policía.
El mejor Estados Unidos de la historia ha contribuido directa e indirectamente a propagar, por encantadores mimetismos, las libertades civiles por todo el mundo, pero nunca ha difundido sistemas de igualdad social. Ahora, sin embargo, a esta altura de la globalización, la desigualdad clamante se ha convertido en una atroz amenaza contra la seguridad. Su consecuencia es que tras ese acoso caen también las libertades. La guerra contra Irak es la exasperante muestra del mal del sistema, el eje del mal. ¿Cómo ser, por tanto, sólo un simple y saludable pacifista ante este colmo humano de la enfermedad?
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