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Columna
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Efectos colaterales

Cuando los mismos que ven Operación Triunfo son capaces de salir a gritar contra la guerra, es que pasa algo no previsto. Cuando los que manifiestan su protesta radical por la escalada bélica son tantos y tan variados en todas partes, es que las sociedades están aún vivas. Cuando, aunque no se salga a la calle, hay una abrumadora mayoría que mantiene la lucidez de no apoyar la locura global, es que el más elemental sentido común aún existe.

Esto es lo más positivo de una situación que muestra cómo los efectos de la película de terror montada por los insensatos fantasiosos de Washington con la inestimable ayuda de Sadam Husein y con la participación estelar de ese producto hollywoodiense llamado Bin Laden, todos ellos arropados por un coro de vasallos descerebrados, pueden ser contrarios a lo esperado. Quizá el hecho manifiesto del clamor general de ayer -una clara expresión de apoyo a la vieja Europa que cree en el diálogo para resolver los conflictos- sea el arranque de una nueva etapa. Las gentes silenciosas del mundo no sólo quieren hacer notar su presencia, sino decir que han identificado el verdadero problema. Signos de este despertar social existen desde hace tiempo y no sería raro que esta guerra también se propusiera, inoculando miedo, la aniquilación de una conciencia que ayer se expresó sin equívocos.

Aquí hay un pulso claro entre opiniones públicas y locos iluminados de uno y otro signo. Unos iluminados, por lo demás, perfectamente complementarios y confabulados para secuestrar todo atisbo de sensatez. El terror y la guerra se complementan para justificarse y se alimentan mutuamente. Terror y guerra hablan de minorías que buscan secuestrar todo lo demás. Éste es el reto extremo que nos plantean, la excusa para recortar libertades y amordazarnos. Que éste es ya el primer resultado práctico de esta guerra.

La película de terror en la que, queramos o no, participamos continuará pues. Y ahora sólo hace falta esperar -ojalá me equivoque, pero el guión de la película lo exige- ese plot point, que así llaman los guionistas de Hollywood a los momentos estelares de una historia, que sitúe al mundo en una conmoción similar a la sucedida el 11 de septiembre de 2001. Una enorme y espectacular acción terrorista, por ejemplo, acaso acabara doblegando a la recalcitrante opinión pública del mundo y acallando la expresión de la vieja Europa dialogante. En eso deben de estar ahora los guionistas de esta guerra cuya ofensiva psicológica va a todo trapo: viruela, ántrax, cosas peores. Alejando Magno, Napoleón y Hitler también funcionaban de esta forma. Tal como pintan las cosas, sólo una gran destrucción por parte de ese enemigo sin rostro que es el terrorismo internacional podría vencer tanto pacifismo descontrolado. Cualquiera se da cuenta: todos hemos visto muchas películas.

Incluso, a lo que parece, se ha previsto acallar ese foco de subversión en que se ha convertido Internet, que ha protagonizado estos días una intolerable manifestación contestataria no por virtual menos real. Nunca en la historia una acción bélica había supuesto tal trasiego de gentes de todo el mundo firmando decenas de manifiestos, contrastando puntos de vista, enviándose de un punto a otro del globo imágenes demoledoras de los actores de la película de horror y sus comparsas. Para acabar con esto cabe esperar algo muy radical: un gran apagón, por ejemplo.

Esta guerra, por tanto, tiene una historia subterránea que tal vez marque un final de etapa. Pocas veces tantos se habían horrorizado tanto de las posibilidades de locura humana. Pocas veces tantos han compartido tantos motivos para ir, a la vez, contra la guerra y el terror, e imaginar que trabajar por otro mundo no sólo es posible, sino imprescindible. Pura supervivencia.

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