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Realistas, racionalistas y revolucionarios sobre la guerra

Pablo Salvador Coderch

Como todas las guerras se pelean con engaños, la verdad y el debate racional que condiciona su búsqueda interminable son algunas de las primeras bajas. No se discute ante la inminencia de un conflicto armado: se calla, se miente, se aclama, se vocifera, se amenaza. En absoluto creo que el submundo académico quede al margen del delirio prebélico, mas, entre la maraña de silencios, fraudes, clamores, gritos y censuras, quedan resquicios para razonar.

En la academia, tres grandes tradiciones pugnan por la primacía en la teoría internacional. Llamémoslas, con Martin Wight (1939-1972) -un analista prodigioso- realistas, racionalistas y revolucionarias.

Para los realistas, hijos de Maquiavelo, el mundo es anárquico y los Estados persiguen su propio interés nacional sin consideración legal o moral alguna. Condoleezza Rice, de la Universidad de Stanford y, en la actualidad, asesora de seguridad nacional de la Administración de Bush, encarna esta tradición y juega, además, con la ventaja innata de que, siendo una dama afroamericana, resulta absolutamente ininjuriable. Hace tres años, Rice publicó un artículo en el que dejó muy claro que la futura Administración republicana en la que ansiaba servir debería reenfocar su política exterior hacia la prosecución del interés nacional ("Promoting the National Interest". Foreign Affairs, enero / febrero 2000, pp. 45 y ss.). Comparto buena parte del análisis, pero, como no tengo el pasaporte azul, aquél me lleva a concluir que los intereses de los Estados Unidos de América no tienen por qué coincidir siempre con los del Estado español, que es el mío. Rice proponía potenciar el poderío militar de su país y centrar su política exterior en promover los valores norteamericanos, encauzar los desarrollos de China y Rusia y actuar de forma decisiva con regímenes criminales como, explícitamente, Corea del Norte e Irak. Ahora está siguiendo el guión.

Los racionalistas son los herederos magníficos de Hugo Grocio, un jurista protestante y holandés -religión disidente y país pequeño: lucha por el derecho- que en el siglo XVII persiguió, incansable, arreglos institucionales que superaran la anarquía y que se basaran en el derecho, la cooperación y los intereses comunes. Muchos juristas compartimos este punto de vista para derivar, en sesgo juvenil, hacia la revolución que, con los años, cede inexorable terreno al realismo.

Por último, están los revolucionarios, ahijados de Kant: utópicos y cosmopolitas, creen en el progreso moral y persiguen la paz perpetua, pero obsesionados por la bondad de los fines no siempre paran mientes en los limitados instrumentos disponibles ni en las flaquezas de quienes van a usarlos.

¿Qué posición hay que adoptar ante la guerra con Irak? Los argumentos de los realistas abruman: Irak, un país con la mitad de la población de España -la mayoría musulmanes chiíes-, gobernado por un déspota sanguinario que, ayudado por una camarilla de su ciudad, Tikrit, ha provocado guerras con casi todos sus vecinos y ha oprimido a sus súbditos durante décadas. Sólo en la guerra con Irán (1980-1988) murieron más de 800.000 personas, muchas por armas químicas. Sadam acaso esconde depósitos de ellas en cualquiera de los 433.970 kilómetros cuadrados de su país y, como sucedió con Hitler, puede morir matando más allá de todo cálculo imaginable. Las pruebas presentadas por Colin Powell a Naciones Unidas son circunstanciales, pero parecieron serias a Javier Solana, el político español que ocupa el cargo más destacado en las relaciones internacionales. ¿Cabe una guerra preventiva? Sí, si la amenaza es grave, inminente y, al poco, irreversible: si en 1938 Chamberlain hubiera parado los pies a Hitler, Europa habría tenido una oportunidad. Si en 1994 Kofi Annan, entonces a cargo de la oficina de Naciones Unidas para el mantenimiento de la paz, hubiera urgido a las potencias occidentales el envío urgente de una simple brigada a Ruanda, 800.000 personas más habrían sobrevivido. Si la Unión Europea hubiera reaccionado a tiempo en la ex Yugoslavia, los europeos nos habríamos ahorrado toda la vergüenza del mundo y cientos de miles de personas, la limpieza étnica. Si hace 10 años Clinton hubiera bombardeado las instalaciones nucleares norcoreanas de Yongbyon, ahora una miserable monarquía comunista no podría amenazar al Sur con un ataque nuclear. Quienes acusan hoy el doble rasero con que se trata a Corea del Norte y a Irak olvidan que la espera ha agravado exponencialmente la amenaza norcoreana.

Los revolucionarios creen mover el mundo con su impulso moral, pero pecan de ingenuidad y no siempre son congruentes: he visto a bastantes de ellos clamar contra la guerra a mediodía y manifestarse por la tarde a favor de la Intifada, que en árabe significa 'revuelta'.

Realistas y revolucionarios no se hablan si no es por mediación de su abogado, quien suele ser un racionalista: entre la anarquía y la utopía, decimos los abogados, está el orden jurídico. Aunque de no mucho, para algo sirve, pues permite diseñar instituciones que limiten el riesgo de guerra o sus consecuencias más graves. Naciones Unidas no es más que un remedo de orden -por ejemplo, deja las decisiones de Occidente al albur de China, una cultura admirable de realismo legendario-, pero al menos permite sugerir a la ONU que proponga una vía de salida a Sadam Husein: váyase (¿a Siria?) en dos semanas o lo echarán. Sería razonable.

Pablo Salvador Coderch es catedrático de Derecho civil en la Universidad Pompeu Fabra.

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