Si de verdad fuera escritor
Con el tema de la guerra no pienso escribir el artículo de mi vida, pues no quiero que me suceda aquello que le pasó al poeta Louis Aragon, que no escribió más que tonterías en verso antes de que los alemanes invadieran Francia. Durante la invasión escribió poemas espléndidos, y cuando los alemanes se retiraron, dejó de escribir buena poesía. Gabriel Ferrater comentó al respecto: "Desde luego es muy mal negocio que los alemanes tengan que invadir Francia para que Louis Aragon escriba buenos poemas".
Fue mal negocio también para Hitler, que invitó a París a un ejército entero de hombres, todos con los gastos pagados, y encima le financió a Aragon sus buenos poemas. Sin embargo sólo el que la guerra sea un negocio explica que oigamos en estos días tambores de guerra. Quienes los tocan son esos tipos repugnantes, esos hijos de puta tan familiares desde la infancia, los matones de la última fila de pupitres de la clase, ésos a los que les caían los mocos y que reventaban cualquier idea de estudio, los que aplastaban cierta intensidad de inteligencia en el aula, los que hablaban de hazañas bélicas y destrozaban las palabras, hoy día ya crecidos y ascendidos para gobernar la tierra. Son los que están perfeccionando la telaraña de nuestras tres tiranías cotidianas: el trabajo opresivo, la familia nuestra de cada día y la corrupción política, tres mundos con sus lenguajes represores ya bien definidos, lenguajes atados y bien atados por la estupidez deliberada de la televisión, que lo supervisa todo. En esta situación aún hay quien se extraña de que alguien diga que sólo la literatura muestra mundos y lenguajes distintos de los que se nos imponen.
Frente a los que creen que la política sólo la pueden hacer ellos, nuestro deber es hablar
Pero, ¿qué puede hacer un escritor ante la guerra? A primera vista, nada. La moral es baja desde hace años, se diría que no hay confianza en las palabras. "Ya no hay nada que hacer", piensan muchos ante la guerra. Y uno recuerda las poderosas inmersiones en la verdad de Musil, Kafka, Benjamin o Celan, y enseguida nota que esos escritores nos faltan y que sería ideal poder dialogar con ellos, buscar una nueva pasión del conocimiento, inventar una posibilidad de vida.
Urge un despliegue de la cultu-
ra de la resistencia, cada uno según sus posibilidades. Es necesario, por ejemplo, volver a creer en las relaciones entre realidad y lenguaje, creer en el poder de las palabras. A medida que escribo, me doy cuenta de que en realidad debería olvidarme del caso de Louis Aragon y creer más en el poder de las palabras y estar ya escribiendo el artículo de mi vida. Me acuerdo ahora de algo que cuenta Canetti en La profesión del escritor, donde habla del estupor e indignación que le produjo en los años cincuenta la casual lectura de una nota suelta de un escritor anónimo. Era una nota que llevaba la fecha del 23 de agosto de 1939, es decir, una semana antes del estallido de la Segunda Guerra Mundial. La nota decía: "Ya no hay nada que hacer. Pero si de verdad fuera escritor, debería poder impedir la guerra".
¡Qué absurdo!, pensó Canetti al leer esta nota. ¡Qué pretensiones! ¿Qué hubiera podido un individuo solo? ¿Y por qué justamente un escritor? Durante días dio vueltas Canetti al asunto, hasta que cayó en la cuenta de que el autor de aquella nota tenía una profunda conciencia de las palabras. Entonces Canetti pasó de la indignación a la admiración. Examinada más de cerca, en lugar de una fanfarronada, la frase del escritor anónimo era la confesión de un fracaso absoluto, pero era todavía más la confesión de una responsabilidad, precisamente allí -y esto le pareció lo sorprendente del caso- donde menos cabría hablar de responsabilidad en el sentido usual del término. Canetti vio que el origen de su indignación inicial había sido uno sólo: la idea de aquel individuo sobre lo que debía ser un escritor, y el hecho de que él mismo se considerara como tal hasta que la guerra echó por tierra sus ideales. "Y es justamente esta reivindicación irracional de una responsabilidad", escribe Canetti, "lo que me hace pensar y me seduce del caso (...) Un escritor sería pues alguien que otorga particular importancia a las palabras (...) Mientras haya gente -y hay, desde luego, más de uno- que asuma esa responsabilidad por las palabras y la sienta con la máxima intensidad al reconocer un fracaso total, tendremos derecho a conservar una palabra -la palabra escritor- que ha designado siempre a los autores de obras sin las cuales no tendríamos conciencia de lo que realmente constituye la humanidad".
Así las cosas, el orgullo del es-
critor actual debería consistir en enfrentarse a los emisarios de la destrucción y combatirlos a muerte para no dejar precisamente a la humanidad en manos de la muerte. Que a un escritor le pudiéramos llamar escritor. Cada tarde es un puerto, decía Borges. Yo estoy ahora aquí en mi estudio, pensando que aún no hemos llegado al muelle final. Y me digo que si de verdad fuera escritor debería impedir la guerra. Estoy ahora aquí en mi casa, "con mi pequeña locura de bolsillo", que dice Tabucchi, "en este momento de locura universal". Y me digo que frente a los que creen que la política sólo la pueden hacer ellos, nuestro deber es hablar, pedir la palabra cada minuto de nuestra vida. Asumir la responsabilidad de las palabras. Tratar de mantener abiertos los canales de comunicación entre los hombres. Recordar la profunda conciencia de las palabras que encontramos en Musil, Kafka, Benjamin o Celan, por citar casos especialmente estimulantes. Pensar en dialogar con ellos, en cubrir vacíos, inventar una posibilidad de vida verdadera. "La gente que falta", que decía Paul Klee.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.