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Columna
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Vida de perro

El niño recorría pacíficamente con su bicicleta un sendero de tierra, amenazado por los ladridos de un perro que solía estar amarrado pero al que aquel día el azar o un descuido habían otorgado la libertad; el perro corre hacia el niño, se abalanza sobre su espalda, muerde, araña, desgarra, y es sólo a costa de golpes y patadas como se le consigue separar del guiñapo sanguinolento que gime bajo sus mandíbulas. La tragedia de Isla Cristina no es nueva: rara resulta la semana en que no se presenta en los telediarios a una víctima más de perros homicidas, ladrones que en vez de regresar a casa con el botín sacrifican una pierna, el valor o la vida, bebés devorados en la cuna por una bestia que no distingue la carne rosada del lechón de un pálido brazo humano. Y para ilustrar este horror de circo romano, los informativos aducen fotografías o planos de animales encadenados, que responden a la cámara con una fiera lluvia de ladridos mientras un cepo de dientes les brota de la boca.

Muerto el perro se acabó la rabia, dice un refrán con el mismo gusto por la simplificación de todos los refranes. En la mayor parte de los casos, la solución del problema consiste en imponer una leve multa al dueño del perro que le sirve como llamada de atención y en exterminar a la mascota asesina con el fin de garantizar la tranquilidad de los vecinos. Pero no es difícil entender que ese arreglo no deja satisfecho a nadie y que la cuestión sigue abierta aun cuando los papeles del juzgado han sufrido carpetazo y se los ha abandonado en la penumbra de una gaveta: los perros no son culpables de nada, como no lo son las pistolas, los puñales o los parachoques que borran de golpe la vida de las personas. Todos carecen de ese principio elemental que, según los filósofos, señala al ser humano y le convierte en responsable de sus acciones: la conciencia moral. La fiera que muerde, destripa y mata no es responsable de su carnicería, como no lo es de las diversas miserias que le han obligado a dar la primera dentellada.

El asunto de fondo resulta mucho más doloroso y trasciende a las heridas de un anciano o un niño desprevenidos: nadie se acuerda de ese perro que ha sufrido una vida que hace honor a su nombre, que ha padecido hambre, palos, privaciones y maltratos, que ha aprendido a merendarse a sus congéneres y a todo bicho viviente que se le ponga por delante a fuerza de sentir en el lomo el escozor de los látigos. No hay perros fieros, ni en la naturaleza ni en las ciudades, sino amos sin escrúpulos. En el momento en que la ley se tome con algo más de seriedad la defensa de los derechos del animal y salvaguarde la dignidad de la vida bajo cualquiera de sus formas, en el momento en que se impida a los desaprensivos descargar sus odios y complejos sobre criaturas tan inocentes de ellos como los ángeles, veremos cómo las mascotas, cualquier mascota, ofrecen más protección que amenazas. Ya que las palabras no sirven para ablandar el alma de estos canallas, que se encarguen de doblegarla los tribunales: porque resulta inútil repetirles que el aire que llena los pulmones de todos los seres es el mismo, y que en las entrañas de las ranas, de las golondrinas y de los hombres ese fluido se convierte en la misma sangre, en el mismo alimento de un corazón también rojo.

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