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Secuestrados

Esta semana se ha sabido que los españoles han visto, por término medio, cuatro horas de televisión diarias en enero. El dato sería anodino sin tener en cuenta que "vamos a más": la media de 2002 fue de 3,51 horas diarias; la de 2001 había sido de 3,46 horas cada día. A partir de los datos, las interpretaciones sobre las cuatro horas cotidianas de compadreo con el electrodoméstico de compañía son totalmente libres.

Algunos piensan que la gente usa la televisión para adormecerse. Otros creen que la gente se aburre y prefiere hacerlo junto a los que salen por la tele: el aburrimiento compartido en el patio de vecinos electrónico es un eficaz consolador. Además, para ver la televisión no hace falta ser muy inteligente. Pero aún no he encontrado a nadie que sugiera que la razón de ver más la televisión (los datos se refieren a las grandes cadenas españolas) es porque cada día sus programas sean más interesantes. Habrá que descartar tal mérito: la televisión se limita a estar ahí, dispuesta a rellenar los huecos que deje el tiempo -y el cerebro- de cada cual. Y, a lo que parece, todos los datos coinciden, la gente dispone cada día de más tiempo. He ahí un dato oculto que impulsa ciertas preguntas: ¿por qué la gente tiene más tiempo?, ¿por qué la gente decide compartir ese tiempo con la televisión?

El que la gente disponga de más tiempo podría, por ejemplo, hablar del aumento del paro. En ese aspecto, la televisión es, en teoría, un pasatiempo más barato que otros; es ideal, pues, para una sociedad en déficit de trabajo como la nuestra. Ahí tenemos una respuesta obvia a la doble pregunta. A la vez, el supuesto sugiere algo de mayor alcance: ¿una sociedad colgada de la televisión es una sociedad improductiva? Es decir: ¿a más televisión menos trabajo, o viceversa? Hace años, un importante empresario de Barcelona, cuyo nombre no estoy autorizada a citar, me hizo exactamente esta misma referencia, dándola por imposible como modelo de vida.

El caso, a pie de calle, es si algún día la inactividad provocada, por ejemplo, por una crisis económica acabará lanzándonos en brazos de la televisión en una simbiosis total. Eso sucedería cuando el promedio de horas pasadas con la televisión se duplicara: en ese momento los individuos ya serían ellos mismos televisión, o sea un aparato, un mueble, como mucho un robot.

Todos conocemos a alguien que ha emprendido este camino. Basta con bajar al bar de la esquina y constatar como las posibles conversaciones que se escuchan se parecen, cada día más, a las de las series, en los temas y en las formas. De hecho, los temas que hoy parecen preocupar a tantos -guerra, fútbol, gobierno- pasan también por la televisión. Sólo así se explica que muchos se sientan ya secuestrados por una guerra que ¡sólo ha empezado en la televisión!, pero que ya ha conquistado los pensamientos de casi todos. De ahí tal vez el jolgorio montado por la gran sorpresa de la ceremonia de entrega de los premios Goya. ¡Por fin algo nuevo en La Primera de TVE!

En un mundo superpoblado, en el que gentes muy influyentes consideran que ¡somos demasiados!, la ventaja de este diseño que impulsa a que la gente pase cada día más horas en el patio de vecinos televisivo es que las personas desaparecen de la circulación. Encerrados en casa, domesticados, son los nuevos desaparecidos: no molestan a nadie, no reivindican, su consumo es previsible. Y nunca dirán no a la guerra, porque ésta no sólo forma parte de su entretenimiento cotidiano, sino que les confirma que lo mejor que pueden hacer es seguir encerrados en casa con la televisión. ¡Es tan peligroso el mundo! En fin, así se están formando las nuevas generaciones de españoles. Al menos ese es el camino que llevan los que pasan cada día cuatro horas viendo televisión.

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