Los mil colores del Caribe dominicano
Una isla accesible, con vuelos y estancias baratas en hoteles de cadenas españolas
Ahora mismo, la temperatura en Santo Domingo es de 30 grados, y el ambiente, pegajoso debido a la humedad desprendida por el mar Caribe y el río Ozama. Antes de ver este país con mis propios ojos, ya tenía una imagen formada de agua verde esmeralda o azul zafiro, playas cubiertas de palmeras inclinadas lánguidamente hacia el mar, cotorras y loros, casitas de colores, bosques de caoba, edificios coloniales, ballenas y yacimientos de larimar y ámbar. Al ámbar se le atribuyen poderes mágicos y tiene sus mejores canteras en Puerto Plata. Hasta ahora no sabía que también existiese un ámbar azul, ni que al hacerlo arder su aroma fuese distinto según el color. La palabra larimar resulta de la fusión de parte del nombre de la hija de uno de sus descubridores (Larissa) y mar, donde la piedra se encontró por primera vez, aunque las minas se hallan en las montañas de Barahona. Tiene un precioso color azul claro y sólo existe en la República Dominicana. En el Museo del Larimar se describe su historia y el esfuerzo humano que requiere su extracción. Algo parecido a lo que sucede con los museos dedicados al ámbar.
Tenía pensado visitar en primer lugar la zona colonial de Santo Domingo, tan llena de monumentos que simplemente poner allí los pies sería como entrar en un monumento gigantesco. Quería ir de compras por la calle peatonal de El Conde y comprarme la típica mecedora. Y percibir en la calle de las Damas aquellos días en que doña María de Toledo, esposa del virrey Diego Colón, se paseaba por ella con una nutrida corte de damas. Y también disfrutar de las terrazas de la plaza de España y muchas cosas más. Sin embargo, a mi llegada, en lo primero que me he fijado ha sido en la avenida de George Washington, que bordea el malecón, y en una marea de coches con distintivos de equipos de béisbol, sobre todo de los Tigres del Licey y los Leones de Escogido, pertenecientes a la capital, sin menospreciar a las guerreras Águilas Cibaeñas, ni, por supuesto, a los Azucareros del Este, las Estrellas Orientales y los Pollos del Cibao. La verdad es que la pasión de los dominicanos por este deporte -del que constantemente veo retazos en películas norteamericanas- me parece más exótica que las cotorras parlantes. Para los profanos como yo, el atractivo que despierta es un misterio, más aún cuando los mismos aficionados admiten que los partidos constan de enormes y aburridos intervalos y que hay que echarle paciencia, llevarse comida y bebida a las gradas del estadio Quisqueya (así llamaban los nativos a esta ciudad) y aprovechar para cultivar las relaciones sociales. Así que durante el tiempo que dura la liga, de octubre a enero, el ambiente está muy animado y los locales de apuestas digamos que hierven. Lo que me lleva a preguntarme cómo se las arreglarán para matar este gusanillo los miles de dominicanos y dominicanas que han venido a ganarse la vida a un país tan futbolero como España.
Dulces de batata y guayaba
Pero a lo que en realidad voy es a que el béisbol, las gorras de visera y su facilidad para pronunciar el inglés van acercando al dominicano a la estética yankee, quizá debido a una influencia constante del millón o más de compatriotas (conocidos como dominican yorks) que se han marchado a hacer fortuna a Estados Unidos y que, junto con el dólar, también aportan nuevas costumbres. Costumbres que esperemos que no afecten a su gastronomía; a esos deliciosos dulces prensados de batata, guayaba y otras frutas, que se pueden adquirir en las dulcerías y de los que he llenado la maleta, junto con algo de ron, café, una bandeja de caoba y varios cuadros taínos (arte propio de los indígenas de este país) y haitianos. También iba a comprar una caja de cigarros, pero no sabía a quién regalársela. En cuanto a su facilidad para el inglés, creo que la favorece el hecho de que se traguen un montón de series norteamericanas sin doblar y con subtítulos amontonados unos sobre otros en inglés y español. Al principio pueden resultar un poco confusos, pero a los cinco minutos te hacen pensar que si se adoptase este sistema en España, nos ahorraríamos mucho en academias. Pero, atención, porque, a pesar de esta invasión anglosajona, utilizan la palabra balompié, y no fútbol como nosotros, por no mencionar la envidiable fluidez con que manejan el idioma. Lo que me lleva a pensar en su forma de hablar, que puede ser suavemente caribeña cuando es despreocupada, pero que en situaciones formales, o simplemente con algo de público, se vuelve seca, retórica y ampulosa como en los tiempos de Maricastaña. En cuanto hay un micrófono, todo el mundo tiende a hablar como si se estuviera dirigiendo a las masas. Se eleva tanto el tono en los discursos que parece que te van a estallar los oídos.
Esto último he tenido ocasión de comprobarlo en este viaje, invitada por un congreso de trescientas mujeres hispanistas. Y es que a este país no se viene sólo a celebrar la luna de miel en Punta Cana o de vacaciones. En realidad, nunca lo he visitado como turista, por lo que no he visto mujeres con rulos permanentes en la cabeza como aparecen en algunas guías, ni a la gente bailando merengue por la calle, ni a hombres espectaculares tomando el sol en las playas, ni en ningún otro sitio, la verdad sea dicha. Aquí el paisaje humano está dominado por las mujeres, muy asiduas de los salones de belleza, muy femeninas, muy preocupadas por el cabello y las uñas (no hace falta decir que no se excluyen otras inquietudes), preocupación que está teniendo una cierta repercusión literaria por todo el Caribe con relatos que se centran sobre todo en el pelo, y alguna incursión en el campo de la manicura, como el cuento que me ha regalado mi amiga puertorriqueña Linda Rodríguez, titulado Sanctuary (Santuario).
He conocido a Linda nada más aterrizar en Santo Domingo, y una de las primeras cosas que me ha dicho es que Yves Rocher acaba de sacar una mascarilla de menta extraordinaria. Me lo ha dicho con una voz cantarina y alegre salida de un mundo interior de encajes y cremas perfumadas. Tras unos segundos de sorpresa en que he pensado que, si Linda es la secretaria del congreso, el congreso promete, también he pensado que tal vez acabo de tropezar con una persona consecuente, que vive a fondo y sin complejos un mundo severamente femenino, casi monástico en su observación de la feminidad, y que desde ese mundo trabaja en sus estudios con la seriedad de un barbudo. Hablando de seriedad, Linda lleva unas uñas larguísimas con laboriosas filigranas pintadas en ellas. Me ha confesado que en el fondo las lleva así para que las sesiones de manicura se alarguen lo más posible, para poder disfrutar más tiempo de ese recinto recogido, casi en penumbra de la manicura, donde reina la armonía. La dueña, cuya profesión real es la de psiquiatra, atiende personalmente a las clientas y da citas con cuentagotas para poder escucharlas con calma al tiempo que se entrega al rito de ir aplicando capa sobre capa de laca. Y así nació este relato, de melancólico encanto, que comienza: "Necesitaba una manicura urgentemente".
Salón de las Cariátides
Pero no todo es trabajo en el congreso; también hay pequeñas diversiones, como esa noche en que el presidente de la República, Hipólito Mejía, nos ofrece una recepción en palacio. Montamos en varios autobuses ataviadas con nuestras mejores galas. Los autobuses huelen maravillosamente bien. Cuando llegamos se nos hace pasar ni más ni menos que al salón de las Cariátides. Paseo la mirada por mis compañeras. Las norteamericanas lucen más austeras, con sobrios vestidos largos, moños y gafitas, un poco de carmín y añadidos de larimar y ámbar recién comprados en el Mercado Modelo. Las latinoamericanas, más atrevidas por lo general, pero sin llegarle ninguna a la suela del zapato a Linda, vestida de seda salvaje con brocados. Paseo la mirada por las cariátides talladas en mármol, por el espléndido caoba de los balcones corridos de la sala, por los espejos, todo sobrecogedor si se piensa en Trujillo. Y enseguida empiezan a circular informaciones exageradas entre las disciplinadas profesoras. Unas dicen que los marcos de los espejos son de oro macizo y otras que no, y también que en esta sala no puede poner nadie los pies sin estar el presidente presente y más cosas que no recuerdo. De alguna manera hay que matar el tiempo hasta que comienzan los discursos, que como no podía ser menos retumban en las cariátides y en los espejos. Fuera nos espera una cena informal, o sea, de pie, y si se quiere se charla con el presidente, de talante abierto y campechano. Por supuesto, en los autobuses de vuelta, enseguida empiezan a circular anécdotas sobre él.
Carnavales y merengue
Tal vez este país proyecte una imagen más festiva de lo que es, no sólo por sus llamativos carnavales y el merengue, sino porque ha levantado museos para los placeres del cuerpo: el Museo del Ron, el Museo del Tabaco y hasta el Museo del Jamón. Pero la realidad no es la de las agencias de viajes ni la del visitante ocasional como yo. De la realidad deberían hablar los que no tienen más remedio que marcharse del país sin papeles ni seguridades de ninguna clase, y no precisamente a hacer turismo, o los haitianos, cuyas condiciones de vida en la República Dominicana son más que lamentables, porque un país, por bonito que sea, es menos importante que las personas que lo habitan.
Sin embargo, siempre hay algún lugar de absurda irrealidad en que refugiarse, como los Altos de Chavón, "la Ciudad de los Artistas", reproducción de un pueblo mediterráneo del siglo XVI, diseñado en los setenta por uno de los decoradores preferidos de Dino de Laurentiis y que no sé qué pinta aquí. Puestos a buscar evasión prefiero acercarme hasta el Polo Magnético. En la carretera Cabral-Polo hay un punto en que uno se tropieza con un letrero que dice: "Bienvenidos al enigma del Polo Magnético"; a esta altura se deja el coche en punto muerto, y el coche comienza a ascender cuesta arriba hacia la colina. Este fenómeno va acompañado de rumores de ruidos y luces extrañas observados con frecuencia en la colina. Evidentemente tendrá su explicación científica, pero enigma y magia son palabras que de vez en cuando nos gusta usar. Yo desde ahora me pondré algo de ámbar, por si acaso.
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