Una buena causa, mal definida
El asunto pudo parecer, en su inopinado principio, una boutade o un fuego de artificio de esos que es tradición atribuir a la facundia de Pasqual Maragall. Pero pronto se vio que no, que la propuesta de ley electoral catalana del PSC-Ciutadans pel Canvi iba en serio; tan en serio, que la han registrado en el Parlament con la pretensión aparente de aprobarla dentro de esta agonizante legislatura, y la han convertido en piedra angular de su precampaña. Y, en el fragor de la batalla dialéctica subsiguiente -donde se ha derrochado demagogia desde todas las trincheras-, el propio líder socialista llegó a afirmar que, por mor de la falta de ley electoral propia, las seis presidencias de Pujol habían sido "alegales". Y, claro, ante tal escalada verbal ha cundido la alarma ciudadana, y hay gentes de buena fe que ya denuncian -aquí mismo, el pasado lunes- talantes predemocráticos y feudales, que juzgan el régimen electoral vigente una agresión "inmoral e inaceptable" y se creen tratados, en tanto que electores de la provincia de Barcelona, poco menos que como los habitantes de un bantustán en la Suráfrica del apartheid.
En su innegable trascendencia, el tema admite al menos dos niveles de análisis: el del modo y la oportunidad de plantearlo ahora, y el de la realidad y la magnitud del agravio que se quiere corregir. En cuanto a lo primero, es como si minutos antes de empezar la gran final, mientras las gradas se llenan y los jugadores ya se calientan sobre el césped, uno de los equipos propusiese modificar el reglamento del torneo. Ya me disculparán lo pedestre de la metáfora, pero es de sentido común que los cambios en la normativa se planteen después del cierre de un ciclo competitivo -léase legislatura-, justo al comienzo del siguiente. Si resulta además que, según todas las encuestas, Maragall enfila la recta final de la carrera con una sólida ventaja, entonces la cosa todavía se entiende menos. ¿No hubiera sido mejor hacer de la nueva ley electoral uno de los puntos fuertes del programa de gobierno para el próximo cuatrienio? ¿Por qué tanta urgencia tras 22 años sin una iniciativa enérgica en esta materia? Recuerdo que hace más o menos una década la Fundación Jaume Bofill patrocinó una propuesta independiente de reforma electoral; era muy parecida a la actual del PSC y no suscitó mayores entusiasmos en el Gobierno, pero tampoco en la oposición.
Por lo que se refiere al trato desigual entre votantes de una u otra demarcación, incluso a uno u otro partido, sí, es una imperfección de casi todos los sistemas electorales democráticos; entre los que conozco, sólo el israelí -mire usted por dónde-, con su rigurosa proporcionalidad y su circunscripción única, asegura a cada voto el mismo peso exacto, lo cual tampoco tiene unos efectos ideales. Pero no teman, no me entretendré en analizar el caso de Gran Bretaña -donde los distritos uninominales pueden dejar a quien obtiene el 25% de los votos con el 3,5% de los escaños-, ni el de Francia -donde la fórmula mayoritaria a dos vueltas es capaz de transformar el 15% de los sufragios en cero diputados-, ni el de nuestro futuro socio Turquía, donde en noviembre pasado el 45% de los votos emitidos se quedaron sin representación parlamentaria alguna. Se me podría replicar que esos son ejemplos exóticos, y que además penalizan a las siglas minoritarias, no a los territorios. Volvamos, pues, a casa y hablemos de territorios.
Si el actual sistema de elección del Parlamento catalán, que duplica el precio electoral de los escaños barceloneses respecto de los demás, es discriminatorio -cosa que no dudo-, ¿cómo cabe calificar la norma vigente para el Congreso de los Diputados, donde un diputado por Cáceres cuesta 68.000 electores, y uno por La Rioja 57.000, mientras que la tarifa en Barcelona es de 130.000? Si en Cataluña se viene dando prioridad a la tierra sobre las personas -lo cual es cierto-, ¿qué diremos de España, donde un diputado por Madrid sale cinco veces más caro que uno por Soria, tres veces más que uno por Teruel o Segovia, 2,6 veces más que uno por Ávila o Palencia? Sin embargo, ahí el mal no es atribuible a las fuerzas reaccionarias, puesto que el PSOE tuvo tiempo y mayorías absolutas de sobra para corregir el desajuste. Que no lo hiciera, ¿significa que no veía en ello ningún agravio?
Por otra parte, que Cataluña sea la única comunidad autónoma sin una ley electoral propia es, desde luego, muy lesivo para nuestra maltratada autoestima, pero no parece un dato demasiado relevante en cuanto a sus efectos prácticos. En aplicación de esas famosas leyes electorales que los demás han promulgado y nosotros no, un diputado a las Cortes de Aragón por Teruel cuesta aún tres veces menos que uno por Zaragoza, y un miembro de las Cortes Valencianas por Castellón, tres veces menos que uno por Valencia; en el Parlamento de Andalucía -controlado por los socialistas desde su inauguración-, un escaño de Huelva toca a 33.000 electores, pero uno de Sevilla a 76.000; en Baleares y Canarias, la insularidad distorsiona todavía más la teórica equivalencia de todos los votos ante la ley.
Naturalmente, la universalidad del problema no exime de intentar resolverlo aquí, pero demuestra que no estamos frente a un contubernio caverno-pujolista, sino ante algo mucho más complejo, delicado y sensible, donde no se puede entrar como elefante en cacharrería so pena de salir escaldado. Una buena causa que, planteada sin cuidado y a destiempo, proyecta sobre los socialistas innecesarias sospechas de parcialidad u oportunismo; ¿no sería mejor archivarla y emplazarse todos para un debate poselectoral serio y reposado, con participación política, social y académica? Enero de 2004 puede ser una fecha perfecta para abrirlo...
Joan B. Culla i Clarà es historiador
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