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Lo limpio y lo sucio

Las afirmaciones (EL PAÍS, 22 de enero de 2003) del señor Manuel Jiménez de Parga, presidente del Tribunal Constitucional, acerca de lo que fueren o debieran ser las llamadas "nacionalidades históricas" han sido en muchos de sus aspectos criticadas. Y no menor crítica es la de la oportunidad de la emisión de opiniones, cualesquiera que fueren, del presidente de aquel tribunal. Pero lo hizo, enunció, vehementemente, opiniones. Una de ellas fue de inmediato tomada por chascarrillo impropio de persona culta. Por supuesto hablar con plausibilidad y sentido del año 1000 no es un ejercicio fácil. Prueben ustedes, a ver. Más difícil aún es seleccionar criterios que sirvan para advertir y caracterizar diferencias entre dos sociedades de entonces. Es evidente que "las variadas docenas de surtidores de agua de colores distintos" en Andalucía y Granada, o la falta de aseo "los fines de semana" en, supuestamente, las sociedades del norte de la Península no pasan de ser un chusco desvarío. Técnicamente no tiene ningún sentido. La chanza, si chanza fue, queda fuera de cualquier contexto historiográfico y arqueológico reconocible y consistente. No merecería, pues -ni dicha por quien, en función de su cargo, no debía decirla-, ningún comentario.

No obstante, por debajo de la zafia comparación son discernibles algunas cuestiones de formulación aparentemente sencilla y de un enorme potencial para generar ofuscación y alterar el ejercicio de la razón. Una de ellas, quizá la principal, se puede plantear con distintos y descendientes grados de generalidad. Desde, por ejemplo, qué factores tecnológicos deben distinguirse para evaluar las sociedades del pasado y de si es relevante hacer este tipo de evaluación, hasta el sentido que pueda tener realizar comparaciones entre sociedades distintas a partir de un elenco de variables seleccionadas sin suficiente fundamento empírico.

Que estas cuestiones no son triviales puede verse fácilmente en cuanto se enuncian casos históricos concretos. ¿Cómo se sabe que la sociedad de Al Andalus -la de "los moros" de España, vaya- era avanzada o su civilización -usando este término lleno de confusa inconcreción- brillante? o ¿cómo se sabe que sus futuros conquistadores -los del norte de España- eran más retrasados?

La imagen utilizada por el señor Jiménez de Parga -los "surtidores de colores" y la falta de "aseo"- es sólo una grosera simplificación del supuesto conocimiento. El contraste entre civilizados y primitivos, por lo menos tecnológicamente, adquiere, en este caso, la mayor intensidad puesto que, como es sabido, la victoria final correspondió a los primitivos. Pero no fue sólo una victoria militar, sino que resultó ser un ejercicio, con pocos precedentes, de sustitución de población ajustado a aprendizaje y refinadas mejoras, a partir de la mitad del siglo XIII. No conozco un caso en que se pueda apreciar mejor lo que tienen conquista y exterminio de saber, de conocimiento, de complejidad social. El término violencia y otros parecidos son inapropiados para describir adecuadamente la sistemática ejecución de la conquista.

Resulta, claro, por otra parte, que en la imaginería con que se describe la sociedad conquistadora -los primitivos del Norte- y la conquista -la de Al Andalus- se distinguen trazas de temas historiográficos persistentes desde la antigüedad, como el primitivismo -la apreciación de la calidad superior de la sociedad que se resiste a la depravación fatalmente generada por la civilización- o, más reciente, las provenientes de la escenografía orientalista que ilustra la debilidad moral y el arbitrio extraviado que se ocultan debajo de las costumbres lujuriosas y el poder despótico islámico. También, por supuesto, se utilizan de forma prominente en la narración discursos de elaboración religiosa -quién era pagano, infiel, bárbaro, en suma, o la fijación de un proyecto rigurosamente jerarquizado de orden social estable- y de identificación de un territorio primigenio, sobre el cual se efectuará la conquista con una re- inicial (la Reconquista).

Ésta, pues, es la compleja trama de la que surgen los chascarrillos del señor Jiménez de Parga. Resulta, así, también comprensible la perplejidad y la irritación de sus críticos al no disponer de un discurso alternativo historiográficamente consistente. Y en este punto debe introducirse otra cuestión no menor pero subordinada a la anterior. El señor Jiménez de Parga se implica personalmente en su descripción distintiva de civilizaciones como andaluz del año 1000. Esta continuidad biológica o social, nunca se dice claramente, fue durante los años setenta del pasado siglo un presupuesto fantasioso de cierto nacionalismo andaluz. Una Andalucía islámica hubiera sido sólo conquistada y no extinguida por unos crueles castellanos. Que la sociedad islámica, la de los moros, vaya, no fuera objeto de exterminio es simplemente mentira. La constitución de la sociedad contemporánea no tiene otro fundamento que el de este meticuloso y pertinaz exterminio. Como también lo fue el que se produjo en Valencia y en Baleares. Pero, curiosamente, todo el mundo lo sabe y, a la vez, parece no saberlo. Quizá en la historia de Europa haya otros casos de suplantación de personalidad, conquistadores asumiendo el papel histórico de los extintos y haciéndose así ininteligibles. Puede que los haya, pero no llegan a tener su prominencia.

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Es ésta, en mi opinión, la parte más horrorosa de los chascarrillos del señor Jiménez de Parga. Cabe decir, sin embargo, que su confuso fundamento no es caprichosa invención suya. Es, por el contrario, un poderoso malentendido que genera persistentes sombras. Si fuese cierto, que no lo es, el chascarrillo de la diferencia civilizatoria, el señor Jiménez de Parga sería descendiente de los sucios conquistadores y no de aquellos limpios conquistados.

Miquel Barceló es catedrático de Historia Medieval de la UAB

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