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Cartas al director
Opinión de un lector sobre una información publicada por el diario o un hecho noticioso. Dirigidas al director del diario y seleccionadas y editadas por el equipo de opinión

Comerse un ángel

Nunca me ha interesado demasiado comer. El recuerdo de la hora de la comida es de los peores de mi infancia, las comidas copiosas me sientan siempre mal y hasta la sola visión de un plato de comida abundante me produce desasosiego. Como si no estuviera naturalmente preparado para admitir una ingestión que fuera más allá de la mera supervivencia, mi cuerpo se conforma con las pequeñas raciones y hasta se complace en la frugalidad. Hay quienes sospechan una arrogancia perversa en esa voluntad de liviandad (J. M. Coetzee describe en su maravilloso libro Las vidas de los animales, publicado por Mondadori, ese reproche sutil que, por ejemplo, reciben frecuentemente los vegetarianos). Pero no sería tan extraña esa altivez: el ayuno es una herramienta del cuerpo que la mística proporciona al alma para sus más extremas experiencias de sí. Por su parte, los psicólogos aseguran que los niños inapetentes contestan, con su falta de estímulo deglutorio, a un mundo que les produce un precoz desagrado: dotando así a su ayuno de un cariz inconscientemente político, los niños inapetentes rechazan el bocado para no tragarse el mundo, y hasta el mundo llega a convertirse en su boca en una pastifurcia catapultada contra el primer promotor de la falacia que se haya puesto a tiro o encuentre a su paso, que suele ser un adulto que recibe un escupitajo. A pesar de la exasperación que estas criaturitas provocan entre sus familiares, educadores o cuidadores, a mí me producen gran admiración esa innata lucidez y ese inmediato activismo. Porque los niños que hoy no se tragan la papilla de pechuga triturada son los rebeldes que mañana no se tragarán lo que les echen. Mal que les pese a todos ellos.

Dicho lo cual, paso a mi acercamiento a los placeres gastronómicos con la credibilidad que puede proporcionarme, precisamente, el no ser una glotona. Coincide mi experiencia particular del goce culinario con la celebración en Madrid de la Primera Cumbre Internacional de Gastronomía, denominada Madrid Fusión porque su casi literal boca a boca se descubre como uno de los mejores canales de comunicación y encuentro entre diversas latitudes y culturas. Al parecer, los pasillos del Palacio de Congresos se han poblado de extravagantes, porque ciertamente algo hay de extraordinario en la manipulación de los ingredientes, los elementos y los objetos más allá de la supervivencia o (haciendo esta idea extensiva a la manipulación sexual de los cuerpos) la procreación: en ese ir mucho más allá de lo imprescindible biológico radica, precisamente, la atracción (o turbadora necesidad) del arte y de la erótica. Mientras Abdul, el chef marroquí cuyo paisaje de origen es el tuareg, nos ofrecía delicias incontestables con esa imponente delicadeza que proporciona el grand desert, yo iba descubriendo que, con un mínimo de concentración, podía ver acercarse, unas décimas de segundo después del trago, la picadura de un pistacho, el grano de un comino, la gota de un limón; que podía palpar con la punta de la lengua la morbidez carnal de un dátil; que podía apreciar el aroma de los albaricoques como una esencia fugaz de la belleza. "Como comerse un ángel", susurró Sergio a mi lado; y noté esa calidad de ángel en mi boca.

Así que en esto debían de consistir esos placeres que ahora debo a Abdul y que me hicieron pensar en Arzak, en Adriá y en Ruscalleda, en Trotter y Wakuda, en Bocuse y Guérard, los grandes chefs de la Cumbre de Madrid, en su ciencia, en su arte y en sus teorías sobre la imaginación y la cultura, sobre el disfrute sensorial y la divinización del gusto (como comerse un ángel...). Pero también recordé ese algo perverso que quizá fuera lo que de niña me quitaba el hambre o me hacía escupir y que se cuece en esa línea fronteriza entre la belleza y la crueldad (¿el lugar de los ángeles?); un algo perverso, consistente en regar en salsa embriagadora la carne del dolor y de la muerte, que ilustra de forma ejemplar, por medio del tintineo exquisito de su nombre, esa "brocheta de paloma en un vaso de cristal" que Marc Veyrat también trajo a Madrid Fusión. Y recordé una vez más a esa adorable Elisabeth Costello trasunto de Coetzee, quien, a la capciosa pregunta de si "su propio vegetarianismo es fruto de una profunda convicción moral", responde: "No, no lo creo. Proviene del deseo de salvar mi alma".

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